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Blasfemar contra el Espíritu Santo

Para entender mejor lo que significa Blasfemar contra el Espíritu Santo, primero debemos entender que es Blasfemia. Para ello recorreremos los dos testamentos.



I. En el Antiguo Testamento

El significado básico de la palabra aquí es un acto de descaro en el cual el hombre agravia el honor de Dios. El verdadero objeto del verbo es el nombre de Dios, el que se maldice y denigra en lugar de honrarlo. (la frase común bíblica y rabínica, “Bendito tú, oh Jehová”). La pena por la afrenta de la blasfemia es la muerte por apedreamiento (Lv. 24.10–23; 1 R. 21.9ss; Hch. 6.11 ; 7.58).

En la primera referencia es un israelita mestizo quien comete este pecado; y, hablando en general, son los paganos los que pronuncian blasfemias (2 R. 19.6, 22 = Is. 37.6, 23; Sal. 44.16; 74.10, 18; Is. 52.5), algunas veces incitados por el mal ejemplo y los deslices morales del pueblo de Dios (2 S. 12.14). Se sigue de esto, también, que cuando el pueblo de Dios cae en la idolatría se considera que ha cometido la misma blasfemia que los paganos (Is. 65.7; Ez. 20.27). El nombre de Yahvéh, que Israel tiene el peculiar destino de honrar es profanado por su pueblo infiel y desobediente.



II. En el Nuevo Testamento

Aquí hay una ampliación del significado. Se blasfema también a Dios en la persona de sus representantes. Así, la palabra se utiliza con respecto a Moisés (Hch. 6.11); Pablo (Ro. 3.8; 1 Co. 4.12; 10.30) ; y especialmente al Señor Jesús, en su ministerio de perdón (Mr. 2.7), en su juicio (Mr. 14.61–64), y en el Calvario (Mt. 27.39; Lc. 23.39). Por el hecho de que estos representantes personifican la verdad de Dios mismo (y en forma especialísima nuestro Señor) una palabra insultante dirigida a ellos y sus enseñanzas en realidad está dirigida contra el Dios en cuyo nombre hablan (así Mt. 10.40; Lc. 10.16).

Saulo de Tarso arremetió violentamente contra los primeros seguidores de Jesús, y procuró obligarlos a blasfemar, a maldecir el nombre del Salvador (Hch. 26.11), y de esa manera renunciar a su voto de bautismo por el que confesaban que “Jesús es Señor” (1 Co. 12.3; Stg. 2.7). Sin embargo, este celo mal orientado no era simplemente contra la iglesia, sino contra el Señor mismo (1 Ti. 1.13; Hch. 9.4).

Este término se utiliza, también, en un sentido más suave, con respecto al lenguaje infamatorio dirigido a los hombres (por ejemplo Mr. 3.28; 7.22; Ef. 4.31, Col. 3.8; Tit. 3.2). Aquí la mejor traducción es “difamación, injuria”. Estos versículos condenan un vicio muy común, pero la advertencia puede estar fundada en un contexto tanto teológico como ético si tenemos en cuenta el pasaje de Stg. 3.9. Los hombres no han de ser objeto de maldiciones porque en ellos, como hombres, está grabada la imagen “formal” de Dios, y la persona humana es, en algún sentido, representante de Dios en la tierra (Gn. 9.6).

Hay dos textos difíciles. 2 P. 2.10–11 habla de blasfemia contra “las potestades superiores”, a las que los ángeles no se atreven a vilipendiar. Estas son, probablemente, potestades angelicales malignas contra quienes los falsos maestros pretendían dirigir sus insultos (Jud. 8).

La blasfemia contra el Espíritu Santo (Mt. 12.32; Mr. 3.29) lleva consigo el espantoso pronunciamiento de que el que comete este pecado es “reo de juicio eterno” (“culpable de un pecado eterno”), que no puede ser perdonado. Este versículo es una advertencia solemne contra el rechazo persistente y deliberado del llamado del Espíritu a la salvación en Cristo. La falta de respuesta del hombre conduce inevitablemente a un estado de insensibilidad moral a la confusión de los valores morales, lo cual hace que se abrace el mal como si fuera el bien (“Mal, sé tú mi bien”; Is. 5.18–20, Jn. 3.19). El ejemplo de esta actitud es el de los fariseos, que atribuían a Satanás las obras misericordiosas de Jesús. En semejante estado de ánimo no es posible el arrepentimiento del corazón endurecido, pues el reconocimiento del pecado ya no es posible, y la oferta divina de misericordia es en efecto perentoriamente rechazada. El estar en esta peligrosa condición equivale a separarse de la fuente del perdón. Cierto teologo agrega una nota pastoral provechosa: “A las personas que se sienten atormentadas en su alma por el temor de haber cometido el pecado contra el Espíritu Santo, se les debería decir, en la mayoría de los casos, que su misma preocupación es prueba de que no han cometido dicho pecado”.