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Mesías

I. En el Antiguo Testamento

Este término, utilizado como título oficial de la figura central de la esperanza, es producto, principalmente, del judaísmo posterior. Su uso, naturalmente, queda validado por el NT, pero sólo dos veces aparece la palabra en sí en el AT (Dn. 9.25–26).

La idea del ungimiento y de la persona ungida es un uso veterotestamentario perfectamente establecido. Un ejemplo en particular, que a veces ha causado dificultad a los eruditos veterotestamentarios, resulta especialmente útil para definir el término. En Is. 45.1 se menciona a Ciro el persa como "su (o sea el de Yahvéh) ungido" (mƒsûéÆh\oÆ). Hay aquí cinco rasgos que, a la luz del resto de la Escritura, definen claramente ciertos lineamientos principales del mesianismo veterotestamentario. Ciro es un hombre elegido por Dios (Is. 41.25), designado para cumplir un propósito redentor para con el pueblo de Dios (45.11–13), y llevar a cabo un juicio contra sus enemigos (47). Se le da dominio sobre las naciones (45.1–3); y en todas sus actividades el verdadero agente es Yahvéh mismo (45.1–7). La condición de ungido de Ciro, como tal, indica, simplemente, que se hace un uso "secular" (por décirlo así) de la terminología mesiánica (el "ungimiento" de Hazael, 1 R. 19.15; y la descripción de Nabucodonosor como "mi siervo", Jer. 25.9). No podríamos encontrar mejor resumen del punto de vista veterotestamentario sobre la persona "ungida"; además, es evidente que estos cinco puntos se ven extraordinariamente cumplidos en el Señor Jesucristo, que se vio a sí mismo como el cumplimiento de las esperanzas mesiánicas veterotestamentarias. Teniendo en cuenta esto el plan mejor y más simple para nuestro estudio consiste en aplicar el término "mesiánico" a todas las profecías que hagan resaltar a una persona como figura de salvación.

¿Qué antigüedad tienen las expectativas mesiánicas? Una línea importante de argumentación en relación con este punto es que el Mesías es una figura escatológica en el sentido estricto del término: vale decir que no es simplemente una figura de esperanza futura, sino que decididamente pertenece a los "días postreros". En consecuencia, como todos los pasajes correctamente definidos como escatológicos se remontan a la caída de la monarquía davídica como hecho de la historia pasada, el Mesías debe pertenecer a las épocas posexílicas, y no se lo encuentra como tema de predicción en los documentos preexílicos. Los pasajes aparentemente mesiánicos de los tiempos de la monarquía deben interpretarse como simples expresiones dirigidas al monarca reinante, sin significación mesiánica, es decir, escatológica. Se afirma que redacciones posteriores pueden haberlos adaptado con fines mesiánicos, y que escritores mesiánicos posteriores pueden haber obtenido en ellas parte de las imágenes, pero que en sí, y considerados como corresponde, no son mesiánicos.

Contra Pelag esto se argumenta, con gran peso, que difícilmente se podría haber tratado o considerado seriamente a los monarcas que conocemos en el libro de Reyes con los términos que se emplean, por ejemplo, en los Salmos relacionados con la realeza. Vamos a demostrar la validez de este punto de vista en seguida, pero por el momento nos contentaremos con decir que tales pasajes hacen resaltar una concepción de la monarquía israelita como tal y una expectativa que residía en la investidura monárquica misma. Aun cuando se ha insistido correctamente en que el Mesías tiene que ser una figura escatológica, de ninguna manera concordarían todos los especialistas veterotestamentarios en que la escatología debe ser posexílica, pero por cierto que sería legítimo averiguar si no ha definido demasiado rígidamente el concepto de escatología. Si, por ejemplo, se niega la descripción de "escatológico" a cualquier pasaje que presente la supervivencia y la vida de un remanente después de la intervención divina, la consecuencia lógica de esto sería negar que el Señor Jesucristo es una figura escatológica, y, por lo tanto, entraría en contradicción con el concepto bíblico en cuanto a los "días postreros" (por ejemplo He. 1.2; 1 Jn. 2.18). Resulta mucho más satisfactorio definir al Mesías como una "figura teleológica". Elemento característico y único en el pueblo de Israel es la comprensión que tenían en cuanto a un propósito en la vida. Conciencia de esto tuvieron desde el principio (Gn. 12.1–3), y esto los convirtió en los únicos verdaderos historiadores del mundo antiguo.

La vinculación específica de esta esperanza a una figura real del futuro de ninguna manera depende de la caída histórica de la monarquía, porque la línea davídica fracasó desde el principio, y la expectativa, más aun el anhelo de la llegada del Mesías real no tiene por qué ser posterior al reinado de Salomón. Por lo tanto, nuestro plan será buscar en el AT una "figura de salvación", y, al asociar nuestra búsqueda con la teleología israelita, más bien que con una escatología estrechamente definida, encontraremos buenas razones para sostener que desde temprano el pueblo elegido se aferró a esa esperanza, y que empezó a asumirla con el "protoevangelio" de Gn. 3.15.



a. El Mesías como antitipo de grandes figuras históricas

La perspectiva teleológica de los israelitas sobre la vida en la tierra, ya mencionada, estaba arraigada en el conocimiento de ese Dios único que se reveló a ellos. La fidelidad y la coherencia propias de su Dios les dio una clave para el futuro, en la medida en que era necesario que la fe discerniera las cosas que habían de venir. Dios había actuado en forma "típica" y característica mediante ciertas grandes figuras y hechos del pasado, y, dado que Dios no cambia, actuará de la misma forma nuevamente. Tres personas del pasado que reunían dichas características fueron especialmente entretejidas en el esquema mesiánico: Adán, Moisés y David



1. El Mesías y Adán. Hay ciertas características del futuro mesiánico que muy claramente recuerdan el estado edénico. Por conveniencia las agruparemos bajo dos encabezamientos: prosperidad (Am. 9.13; Is. 4.2; 32.15, 20; 55.13; Sal. 72.16), y paz (la armonía del mundo de los seres vivientes: Is. 11.6–9; y la del mundo de las relaciones humanas: Is. 32.1–8). Si consideramos la caída puramente desde el punto de vista de sus efectos sobre este mundo, estas fueron las cosas que se perdieron cuando entró a actuar la maldición de Dios. Cuando se invierte la maldición y el Hombre de Dios restaura todas las cosas, reaparece la escena edénica. Esto no es simplemente una expresión de deseos, sino una ampliación lógica y correcta de la doctrina de la creación por un Dios santo. Todos los pasajes anteriormente citados se refieren al rey mesiánico y la naturaleza de su reino y gobierno. Aquí encontrarnos la verdadera recapitulación del primer hombre, que tenía "dominio" sobre el resto de lo creado (Gn. 1.28; 2.19–20), pero que cayó cuando permitió que su dominio fuese usurpado (Gn. 3.13). El dominio se restaurará con el Mesías. Puede admitirse francamente que la noción del Mesías como un nuevo Adán no se ha elaborado ni específicamente ni en extensión, "pero no es improbable que tengamos pruebas de que la ideología real se haya visto influida a veces por la concepción del rey del paraíso". La doctrina neotestamentaria del "segundo Adán" tiene claramente su raíz en los pasajes veterotestamentarios citados.



2. El Mesías y Moisés. No es sorprendente que el éxodo y su conductor hayan impresionado de tal manera la mente de Israel que se viera el futuro en ese molde. De la manera en que fue registrado y presentado a las generaciones sucesivas de la nación, el modelo del primer éxodo se convirtió en la revelación eterna de Dios (Ex. 3.15). El concepto del segundo éxodo no siempre se halla dentro de un cuadro específicamente mesiánico. A veces se pone énfasis en el hecho de que Dios volverá a hacer lo que hizo con el éxodo sólo que en forma aun mayor, pero sin mencionar ningún hombre por medio del cual actuaría de la manera en que anteriormente lo hizo por medio de Moisés (por ejemplo Os. 2.14–23; Jer. 31.31–34; Ez. 20.33–44—nótese el término "reinar" en el versículo 33; podría ser que a Moisés se le llamase "rey" en Dt. 33.5—). A veces, sin embargo, el pronóstico del segundo éxodo es mesiánico, por ejemplo Is. 51.9–11; 52.12; Jer. 23.5–8. Nuevamente es justo reconocer que el tema se expresa, en el mejor de los casos, como inferencia. No obstante, en el caso de Moisés podemos llevar el estudio un paso más adelante, porque tenemos su propia profecía en Dt. 18.15–19 de que el Señor levantará un profeta "como yo".

En general, la exégesis de este pasaje ha tendido a abogar exclusivamente por uno u otro punto de vista: ya sea que aquí se predice la venida del Mesías, o que la referencia es simplemente a la provisión providencial de una línea continua de profetas. En trabajos recientes este último pensamiento cuenta con el apoyo de la mayoría, aunque a veces se ha reconocido que también puede admitirse el significado mesiánico, aunque en forma secundaria. Sin embargo, el pasaje mismo parecería requerir ambas interpretaciones, porque algunas de sus características sólo pueden satisfacerse por medio de la línea de profetas, y otras solamente por el Mesías.

Así, el contexto pesa mucho a favor del primer punto de vista. Las insistentes advertencias de Moisés contra las abominaciones de los cananeos recalca especialmente las prácticas adivinatorias para conocer el futuro. Dichas advertencias se ven reforzadas por esta profecía del profeta mosaico. Aquí, dice Moisés, se halla la alternativa israelita a la adivinación; los vivos no deben consultar a los muertos, porque el Dios de Israel hablará a su pueblo por medio de un hombre que se levantará con ese propósito. Esto pareciera ser una promesa de revelación continua; una predicción acerca de un Mesías lejano no satisfaría la necesidad de guía a que se está refiriendo Moisés.

Además, se puede considerar que los versículos 21–22, que ofrecen una prueba para profetas, anticipan la situación que se iba a presentar a menudo en los días de los profetas canónicos, y que tanta amargura ocasionaron al alma de Jeremías (23.9ss). Pero esta consideración no tiene el mismo peso que la anterior, porque no sería de ningún modo impropio que se proveyese alguna prueba para el Mesías. La posibilidad de un falso Mesías es tan real como la de un falso profeta y, desde luego, sin necesidad de llevar las cosas más allá, Jesucristo mismo basó la legitimidad de sus pretensiones en la coincidencia de sus palabras y sus obras, y sus opositores judíos contínuamente insistían en que se les diera una señal mesiánica inequívoca.

Si tomamos las palabras de Moisés como palabras proféticas referidas a una línea de profetas, por cierto que se vieron ampliamente cumplidas. Todo verdadero profeta fue "como Moisés", porque existía para enseñar la doctrina de Moisés. Tanto Jeremías (23.9ss) como Ezequiel (13.1–14.11) distinguen entre el verdadero y el falso profeta por el contenido de su mensaje: el verdadero profeta siempre tiene algo que decir contra el pecado, mientras que el falso no. Esto equivale a decir, sencillamente, que la teología de la verdadera profecía deriva del Sinaí. También Deuteronomio enseña esta verdad, porque en el capítulo 13 se encara la cuestión de la fálsa profecía, y se requiere en forma precisa que cada profeta sea comparado con la revelación del éxodo (versículos 5, 10) y con la enseñanza de Moisés (versículo 18). Moisés es el profeta normativo; todo profeta verdadero es, como tal, un profeta "como Moisés".

Pero hay otro aspecto de la exégesis de este pasaje. De acuerdo con Dt. 34.10, Moisés es único, y todavía no ha aparecido otro como él. Cualquiera sea el punto de vista en cuanto a la fecha de Deuteronomio, este versículo indica que Dt. 18.15ss debe entenderse como mesiánico: porque si Deuteronomio fue escrito en fecha tan tardía como algunos afirman, o si 34.10 representa un comentario editorial posterior, entonces se nos está informando allí que ningún profeta, como tampoco los profetas en conjunto, cumplieron la predicción de 18.15ss.

Más todavía, cuando consideramos el pasaje en sí debemos prestar especial atención a los términos sumamente precisos de la comparación con Moisés. El pasaje no dice en forma amplia e indefinida, que vendrá un profeta "como Moisés", sino específicamente un profeta que, en su persona y obra, pueda compararse con Moisés en Horeb (versículo 16). Ahora bien, esta comparación no fue cumplida por ninguno de los profetas veterotestamentarios. Moisés en Horeb fue el mediador del pacto; los profetas fueron predicadores del pacto y además profetizaron sobre el sucesor del mismo. Moisés fue un originador; los profetas fueron propagadores. Con Moisés la religión de Israel entró en una nueva fase; los profetas lucharon por el establecimiento y el mantenimiento de esa fase, y prepararon el camino para la próxima, hacia la que apuntaban. En consecuencia, solamente el Mesías puede satisfacer el estricto requisito de los versículos 15–16.

¿Cómo podemos, entonces, reconciliar ambas interpretaciones? Ya hicimos notar, con respecto a la continua necesidad de Israel de escuchar la voz de Dios, que un Mesías lejano no la satisfaría. Al decir esto, hablamos como si los antiguos israelitas hubieran tenido a su disposición información del siglo XX. Por cierto que este pasaje predice al Mesías-profeta, pero nada dice en cuanto a que sea "lejano". Solamente el paso del tiempo puede demostrarlo. Aquí, entonces, tenemos la reconciliación: con respecto a los profetas, Israel estaba en la misma situación que con respecto a los reyes. La línea real se desenvolvía a la sombra de la promesa del gran Rey que debía venir, y cada rey sucesivo fue recibido en términos deliberadamente mesiánicos, tanto para recordarle su vocación a cierto tipo de monarquía como para expresar el deseo nacional de que hubiese llegado el Mesías. Lo mismo ocurría con los profetas. También ellos vivían a la sombra de la promesa, y también tenían un modelo al que debían ajustarse. Cada rey debía ser, de la mejor forma posible, como el rey del pasado (David) hasta la llegada de aquel que estaría en condiciones de reformular el tipo davídico y ser el rey del futuro; de ese mismo modo, también, cada profeta debía ser, de la mejor forma posible, como el profeta del pasado (Moisés) hasta la llegada de aquel que está en condiciones de reformular el tipo mosaico y ser el profeta, legislador y mediador del nuevo pacto futuro.



3. El Mesías y David. La Escritura indica que el moribundo Jacob profetizó (y no hay razones suficientes para dudar de la afirmación) acerca del futuro de sus hijos, La profecía sobre Judá ha llamado mucho la atención, y con justicia (Gn. 49.9–10). Necesariamente la disputa se ha centrado en el significado de >ad_ k_éÆ yaµb_oÆ' sûéÆloÆh. Ez. 21.27 parece sugerir la interpretación "hasta que venga aquel cuyo es el derecho", que por cierto es el más venerable de los enfoques al problema. Más recientemente ha surgido la teoría de que aquí tenemos un préstamo del acádico que significa "su gobernante" (o sea el de Judá). De todos modos, el gobierno tribal ha sido conferido a Judá, y se prevé un gobernante judaíta preeminente como consumación de la soberanía. En un sentido inicial, y al mismo tiempo normativo, esto ocurrió con David de Judá, con quien se comparaban, para bien o para mal, todos los reyes sucesivos (por ejemplo 1 R. 11.4, 6; 14.8; 15.3, 11–14; 2 R. 18.3; 22.2). Sin embargo, una cosa es comprobar que David era, efectivamente, el rey normativo, y otra muy diferente determinar por qué debía ser él el tipo del rey que vendría. La profecía de Natán (2 S. 7.12–16) no exige, necesariamente, un solo rey como su cumplimiento, sino que más bien predice una casa, un reino, y un trono estables para David. Debemos suponer que, como a partir de los últimos años de Salomón empezamos a ver el fracaso y la declinación, los días de David brillan con un fulgor creciente en la memoria de Israel, y las esperanzas se cristalizan en el "David" del futuro (por ejemplo Ez. 34.23). Encontramos esta expectativa especialmente en dos grupos de pasajes.

(i) Los salmos. Hay ciertos salmos que se centran en el rey, y muestran un carácter y una actuación sumamente precisos. En resumen, este rey encuentra oposición mundial (2.1–3; 110.1), pero, como vencedor (45.3–5; 89.22–23), y por la actividad de Yahvéh (2.6, 8; 18.46–50; 21.1–13; 110.1–2), establece el gobierno mundial (2.8–12; 18.43–45; 45.17; 72.8–11; 89.25; 110.5–6), con base en Sión (2.6), y marcado por una preocupación primordial por la moralidad (45.4, 6–7; 72.2–3, 7; 101.1–8). Su gobierno es eterno (21.4; 45.6; 72.5); su reino es pacífico (72.7), próspero (72.16), y no se desvía en su reverencia para con Yahvéh (72.5). Preeminente entre los hombres (45.2, 7), es el amigo de los pobres y el enemigo de los opresores (72.2–4, 12–14). Bajo su dominio prosperan los justos (72.7). Es recordado para siempre (45.17), su nombre es eterno (72.17), y es objeto de inagotable agradecimiento (72.15). En relación con Yahvéh, es objeto de su eterna bendición (45.2). Es heredero del pacto de David (89.28–37; 132.11–12) y del sacerdocio de Melquisedec (110.4). Pertenece a Yahvéh (89.18), esta dedicado a él (21.1, 7; 63.1–8, 11). Es su hijo (2.7; 89.27), está sentado a su diestra (110.1), y también él es divino (45.6).

Aquí se ve claramente el modelo mesiánico que se deduce de Ciro más arriba. Sería inconcebible suponer que se pensó así, de algún modo directamente personal, con respecto a la línea de monarcas que siguió a David en Judá. Aquí tenemos, por lo tanto, o la más crasa adulación que jamás haya conocido el mundo, o la expresión de un gran ideal. Es necesario añadir algún comentario sobre la atribución de divinidad en el Sal. 45.6. Incuestionablemente hay formas en que podemos legítimamente evitar el tratamiento del rey como "Dios", pero tales interpretaciones no son necesarias si se tiene en cuenta el hecho, que tan claramente se enseña en otras partes del AT, de que se esperaba un Mesías divino. Y no vale como argumento contrario a esta posición el que el versículo 7 del salmo, dirigiéndose todavía al rey, hable de "Dios, el Dios tuyo". Indudablemente se espera que comprendamos que hay alguna distinción entre Dios y el rey, aun cuando se pueda hablar del rey como "Dios". Pero esto no debe sorprendernos, porque exactamente lo mismo ocurre en todo el curso de la expectativa mesiánica, como veremos más adelante, y también en el caso, por ejemplo, del Angel del Señor, que es a la vez divino y distinto de Dios.

(ii) Isaías 7–12, etc. El tratamiento más exhaustivo del tema davídico-mesiánico se encuentra en Is. 1–37, y en particular en la unidad independiente comprendida en los capítulos 7–12. A partir de 745 a.C. la presión hacia occidente que ejercía el naciente imperialismo asirio forzó a todos los estados palestinos a ocuparse de su seguridad. Aram e Israel (Efraín) se aliaron para la defensa mutua, y buscaron contar con el poder de un frente palestino unido. Cuando, como al parecer sucedió, Judá se mantuvo separada de esta alianza siroe-fraimita, se ejerció presión para hacer cambiar de idea a este reino del Sur. Sería innecesario que repasáramos el curso de los acontecimientos (2 R. 15.37–16.20; 2 Cr. 28); más bien debemos ocuparnos de compartir el parecer de Isaías sobre esta situación. Resulta claro que vio la amenaza como transitoria (7.7, 16), pero consideró el momento como decisivo para el pueblo de Dios. Si frente a esta amenaza surgiera una negativa a encontrar seguridad en Yahvéh solamente, y en cambio se la buscara en algún tipo de pacto terrenal, entonces, en el pensamiento del profeta, no sólo el rey (Acaz) que gobernaba en ese momento, sino toda la dinastía davídica quedaría al descubierto por su falta de fe, y al rechazar las promesas y las súplicas de su Dios en forma decisiva y definitiva, haría que, como consecuencia, sobreviniese el desastre. Por ello identifica a Acaz con la dinastía (7.2, 13, 17), aboga por una política de total dependencia de Yahvéh (7.4, "guarda y repósate"), advierte que la cuestión de la fe va a determinar el destino de la dinastía y la nación (7.9), ofrece en nombre de Yahvéh la provisión de una señal de tal magnitud que virtualmente los obligará a tener fe (7.10–11), y, cuando esto es rechazado, habla de otra señal, Emanuel, en quien la fe de la nación se ve como abrumada por el triunfo de Asiria (7.14ss).

Hay lógica, por lo tanto, en 7.1–25. Llega un momento en que decididamente se ofrece la fe, y más allá de esa oferta sólo se encuentra la ruina que recae sobre la incredulidad. Pero para Isaías esto crea tantos problemas como los que resuelve. Una cosa es decir que el descreído Acaz está condenado por su falta de fe, y que acarrea la ruina de las dinastías y de la nación junto con él. ¿Pero qué pasa con las promesas mismas? ¿Reniega Dios de su palabra? ¿Deja de tener vigencia la promesa de un rey davídico, simplemente porque por su falta de fe Acaz rehúsa ingresar en el plan? ¿Depende en tal medida de la elección del hombre el plan mesiánico de Dios? Es a dicho problema al que se dirige Isaías en esta sección de su libro, y lo trata poniendo como centro la figura de Emanuel.

Debemos considerar a Emanuel primero en relación con lo que se dice respecto a su nacimiento: se describe como "señal" y como el nacimiento de una >almaÆ. En ninguno de los dos aspectos deja de ser controvertido el significado de Isaías. "Señal" se usa en el AT para lo que persuade en el momento (como en el 7.11; Dt. 13.1), y para una futura confirmación (por ejemplo Ex. 3.12). ¿En cuál de estos sentidos es Emanuel una "señal"? Con respecto a su madre, la opinión de la mayor parte de los especialistas es la de que el término >almaÆ significa joven casadera que, en este caso, en vista de que está embarazada, debe suponerse que está casada, y que si Isaías hubiera querido decir virgo intacta habría tenido que emplear otra palabra, bƒt_uÆlaÆ. El problema, sin embargo, no está tan solucionado como algunos comentaristas sugieren. "Del estudio de elementos no bíblicos podemos con confianza llegar a la conclusión de que la voz >almaÆ, hasta donde pueda determinarse, nunca se utilizó para una mujer casada, con respecto a las restantes ocho ocasiones en que el término aparece en la Biblia, en ninguno de los casos hay razón para suponer que se trate de una persona casada. La secuencia de Gn. 24.14, 16, 43 es especialmente notable: el siervo de Abraham ora por una "doncella" (versículo 14, na‡raÆ); cuando llega Rebeca nota que es núbil pero que no está casada (versículo 16, una bƒt_uÆlaÆ que ningún varón había conocido); contando con este conocimiento resume toda la historia para la familia de Rebeca utilizando >almaÆ (versículo 43). De paso, es importante preguntar por qué, si bƒt_uÆlaÆ se usa virtualmente como término técnico para "virgen", es necesario aclararlo en varias ocasiones significativas, como en Gn. 24.16 (Lv. 21.3; Jue. 11.39; 21.12). Existen, de hecho, razones fundadas para argumentar que Isaías empleó >almaÆ debido a que es la palabra que más exactamente expresa en hebreo virgo intacta, y que Mateo no se valió de ningún juego de palabras al aceptar la traducción parthenos (1.23).

En segundo lugar, Isaías coloca a Emanuel en el contexto de la esperanza de Israel. Los capítulos 7–11 forman una unidad integrada de enseñanzas proféticas en la que 7.1–9.7 se centra en el reino del Sur (Judá) y 9.8–11.16 en el del Norte (Jacob, 9.8). Cada sección tiene las mismas cuatro subsecciones: el momento de decisión (7.1–17; 9.8–10.4), el juicio (7.18–8.8; 10.5–15), el remanente (8.9–22; 10.16–34), y la esperanza gloriosa (9.1–7; 11.1–16). A medida que seguimos esta secuencia, el niño prodigio, Emanuel (poseedor, 8.8, y seguridad, 8.10, de su pueblo) se convierte, cuando se aclara el panorama, en el libertador real de 9.1–7 y en el rey justo de 11.1–16. En cada lugar aparece como gobernante mundial (9.7; 11.10), y en cada lugar persiste el elemento de misterio en torno a su persona. En 9.6 el que se sienta en el trono de David (versículo 7) es, también, llamado "Dios fuerte"—y a la luz de fraseología idéntica, que indudablemente se refiere a Yahvéh, en 10.21 sería exegéticamente indigno rechazar la traducción o su clara inferencia aquí—y en 11.1, 10 el que sale del tronco de Isaí es también la raíz de Isaí.

En tercer lugar, debemos tratar de relacionar a Emanuel con Maher-salal-hasbaz (8.1–4). Anteriormente hicimos notar el problema de si, considerado como señal, debemos entender a Emanuel como alguien que persuade en el momento, o que obra como confirmación futura. La inferencia de 7.15–17 de que heredaría al nacer las devastaciones asirias de Judá pueden aparecer como solución de este punto. Sin embargo, parecería que Isaías, con cierto grado de énfasis y deliberación, transfiere la tarea de ser señal inmediata a su propio hijo (8.1–4), y en el resto de los capítulos 8–9 vemos un evidente contraste entre este niño inmediato, con un nombre cuádruple que habla de desastre (8.1–4) y otro cuyo nacimiento ocurrirá "en los [tiempos] venideros" (9.1), y que tiene un cuádruple nombre de gloria (9.6). ¿Es que Isaías cambió de modo de pensar sobre Emanuel y la fecha de su nacimiento? ¿O cómo debemos entender esta extraña tensión de los elementos testimoniales? Lo más cercano a una solución sería suponer que desde el comienzo Isaías vio el nacimiento de Emanuel como una futura confirmación del rechazo divino de Acaz y la dinastía davídica tal como él la representaba: el gran rey esperado nacería en la línea de Acaz para heredar un título vacante, una corona sin significado, y un pueblo subyugado. Si Emanuel hubiera nacido allí y en ese momento así hubiera ocurrido; como sabemos, cuando efectivamente nació también ocurría lo mismo. Isaías saca suavemente del presente el nacimiento de Emanuel y lo proyecta al futuro indeterminado, sustituyéndolo por el nacimiento de su propio hijo, y dejando abierta la fecha de los "[tiempos] venideros" (9.1).



b. Otras figuras mesiánicas

1. El Siervo. Is. 40–55 está dominado por la descripción mesiánica del Siervo (42.1–4; 49.1–6; 50.4–9; 52.13–53.12). El Siervo es el ungido de Yahvéh (42.1), ejerce las funciones reales de la "justicia" (misûpaµt\, 42.1, 3–4) y el dominio (53.12), muestra prominentemente las marcas del profeta (49.1–2; 50.4), extiende su ministerio a los gentiles (42.1, 4; 49.6b) y a Israel (49.5–6a), es agente de revelación (42.1, 3–4) y salvación (49.6) mundiales, y, no como sacerdote sino como víctima, voluntariamente se somete a una muerte que se interpreta en los términos sustitutorios de los sacrificios levíticos (53.4–6, 8, 10–12).

El nexo entre el primer cántico del Siervo y su contexto puede verse en el doble "he aquí de 41.29; 42.1. El primer versículo es la culminación de la toma de conciencia de Isaías en cuanto a la necesidad de los gentiles; el segundo, la introducción del que traerá misûpaµt\ a los gentiles. Tanto en relación con la creación (40.12–31) como con la historia (41.1–29), el Dios de Israel es el único Dios. Esta es la base para una palabra de consuelo para Israel (40.1–11; 41.8–20), pero también pone al descubierto la situación adversa de la mayor parte del mundo creado e histórico (40.18–20, 25; 41.5–7, 21–24, 28–29). El Siervo está divinamente dotado (42.1), precisamente, para satisfacer esta necesidad (42.1b, 3b–4).

Entre el primer y segundo cánticos del Siervo se desenvuelve una significativa corriente de pensamiento. El primer cántico no plantea la cuestión de la identidad del Siervo, sino que se concentra en su tarea. Sin embargo, no bien confirma Yahvéh esta tarea como su voluntad para su Siervo (42.5–9) y se compromete a cumplirla (42.10–17), el profeta se dedica a dar a conocer la situación de Israel (42.18–25). Este significativo pasaje debe ser profundamente estudiado por todos los que desean comprender esta sección central de los escritos de Isaías: la nación de Israel está ciega, sorda (versículos 18–19), esclavizada (vversículo 22), sujeta a juicio por sus pecados (versículos 23–25a), y espiritualmente carente de perceptividad (versículo 25b). En la secuencia de los capítulos, por lo tanto, se nos dice que el Siervo no puede ser la nación. Pero Isaías no tiene nuestra preocupación por la identidad del Siervo, y procede (43.1–44.23) a indicar en forma promisoria que Yahvéh satisfará las necesidades políticas (43.1–21) y espirituales (43.22–44.23) de Israel. Su provisión en la primera categoría es Ciro (44.24–48.22), ante quien cae Babilonia (46.1–47.15), y gracias a quien Israel es liberado del cautiverio (48.20–22).

Una preocupación primordial en Is. 48 es la pecaminosidad de Israel (versículos 1, 4–5, 7–8, 18, 22). Por lo tanto, aquí encontramos dos elementos, uno al lado del otro: la liberación de Babilonia y la continuación de la pecaminosidad. El versículo 22 es una adecuada culminación y una igualmente adecuada introducción al segundo cántico. Un cambio de lugar de residencia (de Babilonia a la patria) no significa un cambio interior; el pueblo puede haber vuelto a su tierra, pero todavía le falta regresar a Yahvéh. Lo que se ha prometido con respecto a la redención espiritual (43.22–44.23) debe cumplirlo el Siervo, que hereda el nombre que ellos han abandonado (49.3; 48.1) y, sin dejar de llevar a cabo su tarea de salvar a los gentiles, añade la de llevar a Jacob de vuelta a Yahvéh (49.5–6).

En su contenido el tercer cántico muestra al Siervo como el que obedece totalmente, y sufre por su obediencia, y en el contexto del mismo ubica aparte al Siervo, incluso de los fieles entre el pueblo de Dios. En contraste con Sión, abatida (49.14–26), e insensible (50.1–3), el Siervo responde a Yahvéh (50.4–5) con una fe pujante y optimista (50.6–9), y se convierte en ejemplo para todos los que temen a Yahvéh (50.10): alejado del Siervo el hombre queda limitado a sus propios poderes de autoiluminación y sujeto a la desaprobación divina (50.11).

La orden de estar alerta ("He aquí", 52.13) es, en efecto, la culminación de varios llamados a los fieles (51.1, 4, 7) vistos en sus propias personas o tipificados como Jerusalén/Sión (51.17; 52.1). De este modo Isaías sigue distinguiendo entre el Siervo y el remanente hasta que se destaca en términos "inequívocamente individuales", internacionalmente triunfante (52.13–15), rechazado (53.1–3), portador de los pecados (53.4–6), el que voluntariamente y sin pecado sufre por la impiedad, y es obligado a compartir "con los impíos su sepultura, mas con los ricos … en su muerte" (53.7–9), y sin embargo vive para dispensar los frutos de su muerte, digno destinatario del homenaje divino, "yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos" (53.10–12). Y en todo esto no se olvida la universalidad de la obra redentora del Siervo. El llamado se dirige primero a la estéril Sión (54.1–17) para que alcance la paz (54.10), y herede la justicia (54.14, 17), y luego a todo el mundo para que comparta una salvación gratuita (55.1–2) y disfrute de las misericordias prometidas a David (55.3).

De este modo la descripción del Siervo es directa, y evidencia unidad, pero la persona del Siervo retiene el elemento de misterio que le corresponde: es hombre entre los hombres (53.2–3), que, al mismo tiempo, es el "brazo de Jehová" (53.1). Muy adecuadamente Mowinckel pone el acento donde corresponde: "¿Quién hubiera creído lo que hemos oído? ¿Quién hubiera visto aquí el brazo de Yahvéh?" (53.1). Porque el "brazo de Yahvéh" no es otro que Yahvéh mismo (52.10) actuando nuevamente en la forma en que actuó en el éxodo y en el mar Rojo para redimir y rescatar (51.9–11).

2. El Vencedor ungido. La tercera sección de la obra de Isaías completa la predicación mesiánica. El profeta ha mostrado en los capítulos 1–37 un rey mundial, pero sin indicar todavía cómo serían incorporados los gentiles. En su descripción del Siervo ha anunciado una salvación mundial, que juntaría a todos los redimidos bajo el reinado de David. Ambas secciones incluyen, aunque sin énfasis, la venganza que recaerá sobre los enemigos de Yahvéh (por ejemplo 9.3–5; 42.13, 17; 45.16, 24; 49.24–26). Este tópico predomina ahora porque el que, como Rey (11.2, 4) y Siervo (42.1; 49.2), es ungido con el Espíritu y la Palabra (59.21), hace su ingreso en la escena.

La visión de la casa mundial de oración (56.1–8) corre el peligro de perecer bajo el peso de los príncipes egoístas (56.9ss), la corrupción religiosa (57.3ss), la incapacidad para alcanzar las alturas de una religión verdaderamente espiritual (58.1ss) y encontrar el camino de la paz (59.1ss). Bajo estas circunstancias, y a falta de otro Salvador, Yahvéh mismo se viste del ropaje de la salvación (59.16–20) y pone un Redentor en Sión. Misteriosamente, sin embargo, el pacto resultante está dirigido al que está dotado del Espíritu de Yahvéh y habla sus palabras (59.21), pero evidentemente esta obra centrada en Sión es mundial, porque inmediatamente se hace el llamamiento universal (60.1ss). En forma que recuerda al método literario de los capítulos 40–55, la afirmación de que Yahvéh acelerará la gran visión de su cumplimiento (60.22) se une al testimonio del que posee el Espíritu y la Palabra de Yahvéh para consolar (61.1–2a) y vengar (versículo 2b). La obra de consolación ocupa al profeta hasta el final del capítulo 62, y ahora aquel que ha sido dotado es quien viste las vestiduras de salvación (61.10–11), como anteriormente (59.16s) lo había hecho Yahvéh mismo. El portentoso pasaje de 63.1–6 relaciona la obra de redención con su contrapartida de venganza, en la que una sola persona (al igual que Yahvéh anteriormente, 59.16) pisa el lagar y exige el total de la pena.

En su persona este Vencedor mesiánico poco difiere del Rey y el Siervo. Ha sido espiritualmente dotado en la misma forma; es un hombre entre los hombres. Pero se dan otros dos aspectos adicionales. En primer lugar se lo describe como el vencedor de Edom, tarea que ningún rey israelita ha logrado, excepto David (Nm. 24.17–19). ¿Acaso no podemos ver aquí la identificación del Vencedor ungido con el Mesías davídico? En segundo lugar, en el desarrollo del tema es él el que al final viste las vestiduras de la salvación y la venganza que Yahvéh mismo se había puesto antes (59.16ss). Una vez más el profeta introduce el tema mesiánico: la identidad y la distinción de Yahvéh y su ungido.

3. El Renuevo. Bajo esta denominación mesiánica vemos una serie de predicciones hermosamente unificadas. Jer. 23.5ss y 33.14ss son prácticamente idénticos. Yahvéh levantará "a David" un Renuevo. Es un rey en cuyos días Israel será salvo. Su gobierno se caracterizará por el juicio y la justicia. Su nombre es "Jehová justicia nuestra".

El segundo de estos pasajes asocia la profecía del Renuevo con la aseveración de que a los sacerdotes nunca les faltará un hombre que ofrezca sacrificios. Esto parecería un tanto fuera de lugar si no fuese por el uso que posteriormente hace Zacarías de la misma figura mesiánica. En Zac. 3.8 se declara que Josué y los otros sacerdotes constituyen una señal del propósito de Yahvéh de traer "a mi siervo el Renuevo", que cumplirá la tarea sacerdotal de quitar la iniquidad de la tierra en un solo día. Nuevamente, en 6.12ss, Zacarías vuelve al Renuevo, que brotará de sus raíces, constituirá el templo de Yahvéh, será sacerdote sobre su trono, y disfrutará de una perfecta paz pactada con Yahvéh. En consecuencia, resulta claro que el Renuevo es el Mesías en su investidura tanto real como sacerdotal. Es el cumplimiento del Sal. 110, con su designación del rey como sacerdote eterno según el orden de Melquisedec.

Una vez llegado a este punto, es justo ahora que nos refiramos a Is. 4.2–6. Se disputa la referencia mesiánica del versículo 2, y a menudo se la niega, pero en vista de que los versículos subsiguientes concuerdan perfectamente con el empleo del Renuevo en los pasajes que hemos citado, no es necesario oponerse a la inferencia de que aquí también encontramos al Mesías. Él es el Renuevo de Yahvéh, y está relacionado con la función sacerdotal de lavar las inmundicias de las hijas de Sión (versículo 4), y con el reinado de Yahvéh en Jerusalén (versículos 5–6). La figura del Renuevo sintetiza en un solo cuadro lo que en otros pasajes Isaías ha ampliado y analizado como la obra del Rey, Siervo, y Vencedor. Están presentes los temas mesiánicos de la humanidad y la divinidad en la deidad, como también su identidad y dintinción, porque el Renuevo "pertenece a David" y, no obstante, es "de Yahvéh": las figuras mismas hablan de origen y naturaleza; él es "mi siervo", y sin embargo su nombre es "Yahvéh, justicia nuestra".

4. La simiente de la mujer. Hemos visto que en todo este estudio se destaca la humanidad del Mesías. En particular, es a través de la madre que con frecuencia se describe su origen humano. Es fácil dar demasiado realce a detalles insignificantes, pero debemos notar, sin embargo, que tanto Emanuel (Is. 7.14) como el Siervo (Is. 49.1) lo confirman. De la misma manera, Mi. 5.3 habla de "la que ha de dar a luz", y es muy probable que el difícil versículo de Jer. 31.22 se refiera a la concepción y el nacimiento de un niño extraordinario. La más notable de las profecías sobre la simiente de la mujer, y de la que es probable que se haya derivado toda la idea, la encontramos en Gn. 3.15. Se ha generalizado mucho la tendencia a negar toda referencia mesiánica en este pasaje, y a considerar que este versículo es "una declaración muy general sobre la humanidad y las serpientes, y la lucha entre ambas". Pero como asunto directamente relacionado con la exégesis de estos capítulos en Génesis, es injusto aislar este versículo de su contexto y tratarlo etiológicamente, A fin de comprender la fuerza de la promesa de 3.15 debemos prestar atención al papel que desempeña la serpiente en la tragedia de la cada. Gn. 2.19 muestra la superioridad del hombre sobre la creación animal. El Creador, en su gracia, le enseña al hombre la diferencia que existe entre él y los animales: puede imponerles su orden, pero entre ellos no encontró "ayuda idónea para él". Su semejanza no estaba entre ellos.

Pero luego, en Gn. 3, vemos otro fenómeno diferente: un animal parlante, un animal que de alguna manera se ha elevado por encima de su condición, que puede sostener con él una conversación inteligente y se presenta como igual al hombre, y aun superior a él, capaz de instruirlo sobre asuntos en los que estaba equivocado, y de darle lo que parecía ser una interpretación correcta tanto de la ley como de la persona de Dios. La serpiente habla como alguien que está enteramente capacitado para pesar a Dios en balanza y encontrarlo falto, y para discernir los íntimos pensamientos del Todopoderoso y delatar sus motivos ocultos. Más aun, expresa abierta hostilidad a Dios; odio hacia su naturaleza, disposición pronta para destruir el plan de la creación, y mofarse del Altísimo. No basta simplemente ver en la serpiente el espíritu de la irrefrenable curiosidad del hombre o cosa por el estilo. La Biblia enseña que hay sólo uno que muestra esta arrogancia impía, este odio hacia Dios, y no nos sorprende que la serpiente en el Edén se convierta en "la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás" (Ap. 20.2). Pero donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia, y es por ello que desde el mismo momento en que parecería que Satanás ha logrado un triunfo rotundo, se declara que la simiente de la mujer lo aplastará y destruirá. Resultará herido en el curso de la acción, pero saldrá victoriosa. La simiente de la mujer dará un curso opuesto a toda la calamidad de la caída.

5. El Hijo del Hombre. Aquí, y en todo este artículo, sólo podemos mencionar uno de los puntos de vista sobre Dn. 7. Este pasaje ha provocado mucha discusión, y ha dado lugar a muchas diferencias de opinión. Lo esencial de la visión se encuentra en la escena del juicio, en la que el Anciano de días elimina a los poderes terrenales y hostiles—de paso notemos la reaparición del motivo de la realeza del Sal. 2—, y le es traído "con las nubes del cielo … uno como un hijo de hombre", que recibe dominio universal y eterno. Resulta claro que debemos asociar de algún modo la referencia general que aparece aquí con el dominio universal que ya hemos observado generalmente en los pasajes mesiánicos, pero no se debe resolver de este modo, sumariamente, la cuestión de si el "uno como un hijo de hombre" es la persona mesiánica o si lo que se pretende es personificar así al pueblo de Dios. Se afirma que los versículos 18 y 22 hablan de entregar el juicio y el reino a los "santos del Altísimo", y que, por lo tanto, la razón obliga a aceptar que la figura única de los versículos 13–14 se refiere a los mismos receptores.

Corresponde notar, sin embargo, que hay una doble descripción de las bestias, gue son los enemigos de los santos. El versículo 17 dice "estas cuatro grandes bestias son cuatro reyes", y el versículo 23, "la cuarta bestia será un cuarto reino". Las figuras son tanto individuales (reyes) como corporativas (reinos). Debemos adoptar la misma referencia preliminar para "uno como un hijo de hombre". Luego tenemos que considerar la relación entre rey y reino en el contexto veterotestamentario. El rey viene primero, y el reino deriva de él. No es el reino el que modela al rey, sino a la inversa. En cuanto a las bestias-reyes, son los enemigos personales del reino de los santos, y sus reinos quedan también implicados; igualmente, el "uno como un hijo de hombre" recibe dominio universal, y en esto va incluido el dominio de su pueblo (el dominio de Israel en el dominio del vencedor, Is. 60, etc.). Sobre esta base se afirma que el "uno como un hijo de hombre" es la persona mesiánica. Como tal, concuerda con el modelo general que encontramos en toda la serie de expectativas: es rey, a quien se opone el mundo, pero que logra dominio universal por el celo del Señor, es decir del Anciano de días, según la figura de Daniel; es hombre, por los términos de su título, y sin embargo no se origina entre los hombres, sino que viene "con las nubes del cielo", posición característica de Dios (véase, por ejemplo Sal. 104.3; Nah. 1.3; Is. 19.1). Aquí tenemos la misma polaridad entre lo humano y lo divino que encontramos casi sin excepción en el mesianismo veterotestamentario, y que ya no debería causarnos ninguna sorpresa.

6. El Principe ungido. Es mucho decir que algún pasaje determinado del AT ha ocasionado más esfuerzo de interpretación y sugerenrias que cualquier otro, y, sin embargo, probablemente este sea el caso de Dn. 9.24–27. No obstante, en alguna medida es acertado proponer una o dos generalidades en relación con dicho pasaje, porque, desde el momento en que empezamos nuestro estudio con un "príncipe ungido" secular, Ciro, por lo menos tiene la virtud de la elegancia terminarlo con el propio Mesías ungido.

Los versículos mismos se distribuyen en dos partes desiguales: resulta claro que los versículos 25–27 indican un programa que debe desenvolverse en la historia. Empieza con un mandato de reconstruir Jerusalén (versículo 25), a partir del cual tenemos un período de 62 semanas hasta la llegada del "Mesías Príncipe". El versículo 26 informa sobre lo que ocurre "después de las sesenta y dos semanas", y el versículo 27 lleva los acontecimientos hasta "la consumación". Sin embargo, el vversículo 24 es diferente de los demás en que nos ofrece una declaración total de los propósitos que se cumplen de esta manera: tres son negativos, terminar la prevaricación, poner fin al pecado, y expiar (kipper, pagar el precio de la expiación) la iniquidad; y tres son positivos, proporcionar la justicia perdurable, sellar la visión y la profecía, y ungir al Santo de los santos ("el lugar santisimo"; literalmente "santidad de santidades", que en otras partes se refiere al lugar más sagrado del tabernáculo, Ex. 26.33, el altar del sacrificio, Ex. 29.37, el tabernáculo y todos sus utensilios, Ex. 30.29, el incienso, Ex. 30.36, las porciones para los sacerdotes tanto de las ofrendas de flor de harina, como de las ofrendas por el pecado y las ofrendas por las culpas, Lv. 2.3, 10; 6.17, 25; 7.1, 6, el pan de la proposición, Lv. 24.9 (Nm. 4.7), y toda "cosa consagrada", incluidas las personas, Lv. 27.28). Si bien hay en esta declaración de propósito algunas dificultades con respecto a términos individuales y algunas expresiones sin paralelo, no podemos cuestionar el significado del conjunto: "Que la era mesiánica se ha de caracterizar por la abolición y el perdón de los pecados, y una perpetua justicia".

Es muy difícil comprender cómo puede explicarse un propósito tan elevado en función de aquellas interpretaciones que centran la profecía en Antíoco Epífanes: siete "semanas" pasan entre la profecía de Jeremías (Dn. 9.2) y el príncipe ungido, Ciro; 62 semanas cubren la historia de Jerusalén hasta el sumo sacerdocio de Onías III en 175 a.C., que fue "cortado", a pesar de haber sido ungido, siendo asesinado y remplazado por su hermano. El "príncipe" del vv. 26 es Antíoco mismo. Pero con razón podríamos preguntar dónde están el fin de la prevaricación, el pago del precio de la expiación, la iniciación de la justicia perdurable.

La posibilidad de basar el pasaje en el Señor Jesucristo no requiere mayor esfuerzo de visión retrospectiva que el que requiere la teoría sobre Antíoco; por el contrario, proporciona un uso más aceptable de las expresiones individuales, y un cumplimiento completo de los propósitos indicados en el versículo 24. El período comprendido entre el decreto y el príncipe ungido es en total 69 semanas (versículo 25, literalmente "desde que salga la orden … habrá siete semanas y sesenta y dos semanas"). La división en dos bien podría señalar el período entre Ciro y Esdras-Nehemías (punto digno de tomar en cuenta en la historia de la ciudad), y entre ese momento y la llegada del "Mesías Príncipe". Durante esa "semana" el ungido "confirmará el pacto con muchos" (versículo 27) y hará cesar el sacrificio (aunque, como ya sabemos, la matanza ritual y sin sentido de animales continuó después del Calvario hasta que el desolador destruyó el templo mismo).

Una cosa es forzar las palabras para adaptarlas en formas antinaturales a fin de que concuerden con el conocimiento posterior de los acontecimientos, y otra muy distinta rechazar la ayuda de la luz que aporta ese conocimiento para tratar de dilucidar puntos oscuros. No puede haber controversia sobre el hecho de que a Daniel se le indicó que debía esperar a uno que pondría fin al largo reinado del pecado, establecería eternamente la justicia, lo cual marcaría el comienzo de la verdadera religión; tampoco puede dudarse, ni aun remotamente, que esto no se había logrado antes de la llegada de Jesús, ni necesariamente después de él, ni, tampoco, que en ningún otro se ha cumplido el amplio espectro del mesianismo veterotestamentario, como confirmación tanto de la visión como del profeta.



II. En el Nuevo Testamento

Christos, "ungido", es el equivalente griego del hebreo maµsûéÆah, arameo mƒsûéÆh\aµ (transliterado como messias en Jn. 1.41; 4.25, en ambos casos con la glosa christos). En la gran mayoría de los usos neotestamentarios, ya sea solo o en combinación Ieµsous Christos, aparentemente se usa como nombre de Jesús, sin hacer referencia necesariamente a su sentido original, como lo es "Cristo" en el uso moderno. Tales usos (que encontramos principalmente en las cartas neotestamentarias, aunque algo también en Hechos y Apocalipsis, y algunas veces también en los evangelios) no se discutirán en este artículo.



a. Los evangelios

Particularmente en el Evangelio de Juan (1.20, 25, 41; 4.25, 29; 7.26s, 31, 41s; 9.22; 10.24; 11.27), pero también en los sinópticos (Mr. 8.29; 14.61; Lc. 2.11, 26; 3.15; 4.41), christos generalmente denota el liberador esperado en sentido muy general. Tales usos comunican la impresión de una amplia y anhelante expectativa, sin suponer ninguna figura específica o tema en la esperanza veterotestamentaria. A veces, sin embargo, vemos una nota nacionalista cuando se emplea christos en relación con Jesús en los evangelios, particularmente cuando se le une el título "rey de los judíos" (Mt. 2.4; 26.68; 27.17, 22; Mr. 12.35; 15.32; Lc. 23.2). Si bien hubo muchas corrientes de expectativa mesiánica en la Palestina del siglo I, algunas de las cuales hallan eco en el NT (especialmente el profeta como Moisés que esperaban los judíos y los samaritanos: véase Jn. 6.14; Mt. 21.11; Lc. 7.16; esta expectativa también sirve de fondo a Jn. 4.25), la expectativa popular dominante estaba vinculada con un rey como David, con un papel de liberación política y conquista, y parece evidente que esta sería la idea popular que encerraba el vocablo christos.

Contra Pelag este fondo es que debemos entender la extraordinaria reticencia de Jesús a aplicarse a sí mismo el título christos. La única vez que vemos que lo hace (aparte de dos pasajes en los que no parece significar más que "yo", y que probablemente sea un agregado editorial, Mr. 9.41; Mt. 23.10) es cuando habla con la mujer samaritana, a la que le transmitiría la idea de un profeta como Moisés, y no la de un rey judío (Jn. 4.25s). En su discusión de la posición del Mesías en Mr. 12.35–37 no reclama explícitamente el título para sí, sino que su propósito es disociarlo de las connotaciones políticas de "hijo de David".

No es que haya negado que él fuese el Mesías. Su constante acento en el cumplimiento de las esperanzas veterotestamentarias durante su ministerio seguramente encerraba esta inferencia. Juan el Bautista, al oír acerca de las obras que realizaba el christos, mandó preguntar si era él el "que había de venir", y Jesús respondió señalando su cumplimiento literal de Is. 35.5s y 61.1, el último de los cuales es un pasaje mesiánico evidente (Mt. 11.2–5). En Nazaret declaró que dicho pasaje se había cumplido "hoy" (Lc. 4.18ss).

Pero cuando Pedro lo aclamó como el christos, Jesús ordenó a sus discípulos que guardaran el secreto, y luego les enseñó que su papel era sufrir y ser rechazado, lo que Pedro encontró totalmente incompatible con su idea del mesianismo. El título que utilizó para impartirles esta enseñanza no fue christos, sino "Hijo del Hombre" (Mr. 8.29–33). Cuando el sumo sacerdote intimó a Jesús a responder si era el christos, contestó afirmativamente (aunque los términos que emplean Mateo y Lucas sugieren alguna duda sobre la palabra empleada), pero siguió hablando de su papel (como "Hijo del Hombre" y no como christos) como de futura vindicación y autoridad, y no de poder político del momento (Mr. 14.61s y pasajes paralelos).

Todo esto indica que la concepción que tenía Jesús de su papel mesiánico difería en tal medida de las connotaciones populares del título christos que prefirió evitar su uso. Su misión fue lanzada mediante la declaración de Dios en su bautismo (Mr. 1.11), cuyas palabras aludían a dos pasajes claves del AT, uno de los cuales (Sal. 2.7) señalaba su papel como rey mesiánico de la línea de David, pero el otro (Is. 42.1) indicaba que su papel había de cumplirse por medio de la obediencia, el sufrimiento, y la muerte del Siervo del Señor. Esta declaración moldeó claramente la comprensión del propio Jesús en cuanto a su vocación mesiánica, como puede verse por su cuidadosa selección de pasajes veterotestamentarios para explicar su misión, entre los que Is. 53, con su explícita descripción de un Siervo que sufriría y moriría para redimir a su pueblo, ocupa lugar prominente. Pero no se aplicó a sí mismo las numerosas predicciones sobre un rey davídico (excepto implícitamente en Mr. 12.35–37, pasaje en el cual su intención fue restarle importancia a este aspecto de su mesianismo), y evitó títulos como "hijo de David" y "rey de Israel", que otros empleaban para él (por ejemplo Mr. 10.47s; 15.2; Mt. 12.23; 21.9, 15; Jn. 12.13; 18.33ss) tan sistemáticamente como en el caso de christos. La demostración abiertamente mesiánica de la entrada en Jerusalén (Mr. 11.1–10) fue deliberadamente calculada para traer a la mente la profecía de Zacarías acerca de un rey humilde que traería la paz y no la guerra (Zac. 9.9s). Pero cuando la exaltada multitud quizo convertirlo en rey del tipo nacionalista más tradicional se escapó (Jn. 6.15). Fue solamente después de su muerte y resurrección, cuando ya no era posible interpretar su misión como de liberación política, que explícitamente se refirió a su misión de sufrimiento como la del christos (Lc. 24.26, 46).

En dos ocasiones significativas, como hemos visto, si bien Jesús no rechazó la sugerencia de que él fuese el christos, rápidamente descartó el título a favor de "Hijo del Hombre". Resulta indiscutible que este fue el título que eligió para sí mismo, a la luz de su uso en el NT (41 veces, sin contar los paralelos, en los evangelios sinópticos, y doce en Juan, en todos los casos en labios del propio Jesús; sin ningún uso claro como título en el resto del NT, excepto en Hch. 7.56). La erudición radicalizada lo niega solamente sobre la base de la eliminación masiva de los dichos pertinentes como no auténticos. También resulta claro que se aplicó este título a sí mismo, no sólo en relación con su gloria futura (como podría sugerirlo su origen en Dn. 7.13s), sino en su humillación terrenal, y particularmente en su sufrimiento y muerte. Por ello, es el término preferido por él, aparentemente, para transmitir toda la amplitud de su vocación mesiánica en la forma en que él la concebía, que era diferente de la noción popular en cuanto al christos. Ello se debió a que, aparte del uso especial de "Hijo del hombre" en las Similitudes de Enoc (probablemente obra aislada, y posiblemente posterior a la época de Jesús), no era de uso corriente como título mesiánico. Jesús pudo así usarla para transmitir su concepción única del mesianismo, sin introducir ideas extrañas ya inherentes al título, como habría ocurrido con christos o "hijo de David".



b. El libro de Hechos y las epístolas

Como médula de la predicación cristiana primitiva, según nos la narra el libro de Hechos, hallamos la declaración de que Jesús, rechazado y crucificado por los líderes judíos, es de hecho el Mesías. Por cierto que esto se basa en la resurrección, que finalmente ha vindicado sus pretenciones: "Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo" (Hch. 2.36).

Esta aseveración era tan improbable a la luz del concepto popular del mesianismo que se prestó mucha atención a las bases escriturales para el rechazo, la muerte, y la resurrección del Mesías (por ejemplo Hch. 2.25–36; 3.20–26; 13.27–37; 18.28). En esta actividad apologética y expositiva entre los judíos, al parccer los cristianos primitivos no tuvieron inhibiciones en cuanto al uso del término christos en sí, y aparece frecuentemente en Hechos en este contexto, no como nombre de Jesús sino como título en su sentido original de liberador esperado (por ejemplo Hch. 2.31, 36; 3.18, 20; 5.42; 9.22; 17.3; 18.5, 28). Lo que durante el ministerio de Jesús se convirtió en término equívoco ya no podía tener, después de su muerte y resurrección, connotaciones políticas, y fue adoptado entusiastamente por sus seguidores para proclamar ante los judíos lo que Crisio afirmaba tocante a sí mismo.

Su mensaje no era solamente, ni siquiera principalmente, que Jesús fue el Mesías durante su vida en la tierra, sino que ahora, exaltado a la diestra de Dios, había sido coronado como rey mesiánico. El Sal. 110.1, al que Jesús había aludido en esta conexión (Mr. 14.62), es retomado por Pedro en Pentecostés (Hch. 2.34–36), y se convierte, quizás, en el versículo veterotestamentario más citado en el NT. Jesús no es un rey sentado en el trono de David en Jerusalén, sino que, como Señor de David, es el que gobierna en un reino eterno y celestial, sentado a la diestra de Dios hasta que todos sus enemigos sean puestos debajo de sus pies. El Mesías cuya humillación terrenal contrastaba tan extraordinariamente con el poder político de la expectativa mesiánica popular, trasciende ahora en mucho esa esperanza de un simple reino nacional.

Parecería que la triunfante proclamación de los primeros cristianos, de que, a pesar de las apariencias, Jesús era efectivamente el christos, rapidamente dio lugar a un supuesto tan irrefutable de esta verdad en los círculos cristianos que Christos, solo o en combinación con Ieµsous, vino a ser utilizado como nombre de Jesús, y se llegó a conocer a sus seguidores como christinoi (Hch. 11.26). Ya en la época de las primeras cartas de Pablo Christos había dejado de ser un término técnico y se había convertido en nombre. Se trataba, sin duda, de un nombre que continuó teniendo un profundo significado para los judeocristianos, pero es notable que en los casi 400 usos de christos en las cartas de Pablo (la mayor parte de las cuales fue escrita, naturalmente, para iglesias predominantemente gentiles) sólo encontramos un caso claro de su uso en el sentido técnico original (Ro. 9.5, significativamente en un pasaje que discute la cuestión de los judíos). Lo mismo ocurre, si bien de manera menos extraordinaria, en las otras cartas neotestamentarias, aunque 1 P. 1.11 utiliza christos para el Mesías de la profecía veteratestamentana, y 1 Jn. 2.22; 5.1 muestra que el problema de si Jesús era el christos se mantenía vigente (aunque ahora en un sentido diferente, probablemente, en el enfrentamiento con los gnósticos y no con los judíos).

Pero si el sentido técnico de christos fue rápidamente eclipsado por su empleo como nombre personal, no quiere decir que la iglesia perdió interés en la cuestión del cumplimiento de las expectativas veterotestamentarias en Jesús. Pablo hizo notar que los elementos básicos de la obra de Jesús se llevaron a las "conforme a las Escrituras" (1 Co. 15.3s). Este énfasis no sólo resultaba necesario para una predicación efectiva a los judíos, sino que evidentemente era de sumo interés para los cristianos mismos; basándose en la propia aseveración de que Jesús "les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían" (Lc. 24.27), siguieron buscando en el AT los pasajes que arrojaban luz sobre el papel del Mesías. Empezando con los sermones de Hch. 2, 7 y 13, continuaron reuniendo colecciones de textos pertinentes (por ejemplo Ro. 10.5–21; 15.9–12; He. 1.5–13; 2.6–13), y explorando temas veterotestamentarios que apuntaban hacia el ministerio de Jesús (por ejemplo el tema de la "piedra", que aparece vez tras vez, o del sacerdocio de Melquisedec del Sal. 110.4, que tanto rico material ofreció al autor de la Epístola a los Hebreos, 5.5–10; 7.1–28).

Hebreos, en particular, si bien hace escaso uso del título christos, consiste en buena medida en una amplia exposición de temas veterotestamentarios y su cumplimiento en Jesús, que ha venido a inaugurar el nuevo pacto y proporcionar la verdadera realidad de la que los rasgos de la dispensación veterotestamentaria eran sólo sombras.

De modo que si el término christos tendió a ser usado, cada vez más, simplemente como nombre de Jesús, el hecho de que Jesús fuera aquel por cuyo intermedio Dios se encontraba ahora llevando a cabo su plan salvífico, tan largamente prometido, siguió gozando de primordial importancia en el pensamiento de los cristianos primitivos, cuando los escritores neotestamentarios pasaron de la simple aseveración del hecho mesiánico de Jesús a explorar más y más profundamente el contenido y el significado de esa obra salvífica.