I. Enseñanza bíblica - Juicio (heb. sûaµfat\; gr. krima, krisis).
Dios aparece en el AT muy frecuentemente en el papel de "Juez de toda la tierra" (Gn. 18.25), o más generalmente como "Dios de justicia" (Mal. 2.17; Dt. 1.17; 32.4; Sal. 9.8; 94.2; 97.2; Is. 30.18; 41.1; 61.8; Jer. 12.1; Ez. 7.27; Mi. 6.1s; etc.). El juicio no significa simplemente una ponderación imparcial y objetiva del bien y el mal, sino que más bien incluye la idea de la acción vigorosa en contra del mal. Es en este sentido que se insta al pueblo de Dios a ejercitar juicio a su vez (Is. 1.17; Zac. 8.16; Mi. 6.8). El juicio de Dios no es impersonal, es decir la operación de algún principio inquebrantable; por el contrario, es una noción fuertemente personal. Está íntimamente ligado al pensamiento del carácter misericordioso, longánime, justo, veraz, etc., de Dios (Sal. 36.5 siguientes; Ez. 39.21; Os. 2.19). Se trata del desenvolvimiento de la misericordia y la ira de Dios en la historia, y en la vida y la experiencia humanas. Es así que el juicio de Dios puede proporcionarle liberación al justo (Dt. 10.18; Sal. 25.9–10), como así también condenación al malo (Ex. 6.6; Nm. 33.4; Dt. 32.41; Is. 4.4, Jer. 1.10; 4.12; Ez. 5.10; 23.10; 28.22). El juicio es un concepto particularmente rico en el AT, y con este significado se usa en el mismo una variedad de términos adicionales (Gn. 30.6; Job 36.17; 1 S. 2.25; Sal. 106.30; Jer. 14.10; 51.47; Is. 1.18; Mi. 6.2; Ex. 23.2 siguientes; Sal. 43.1). Cuando el AT va llegando a su fin la idea del juicio de Dios se vincula crecientemente con las expectativas escatológicas del futuro día del Señor (Jl. 2.1siguientes; Am. 5.18 siguientes; 8.9 siguientes; Abd. 15 y pass.; Sof. 1.7, 14 siguientes; Mal. 4.1 siguientes).
El NT, como cabría esperar, retoma el énfasis veterotestamentario en lo que se refiere al juicio como algo que pertenece a la naturaleza de Dios, y como parte de su actividad esencial (Ro. 1.18; He. 12.23; 1 P. 1.17; 2.23; Ap. 16.5 siguientes). Como en el AT, los juicios de Dios no se limitan al futuro, sino que ya están obrando en la vida del hombre en la época actual (Jn. 8.50; Ro. 1.18, 22, 24, 26, 28; Ap. 18.8). El juicio se asocia desde ya con Cristo, quien ejerce la justicia del Padre (Mt. 3.11 siguientes; 10.34; Jn. 3.19; 5.30; 8.12, 16; 9.39). La luz de la Palabra de Dios ya brilla en el mundo mediante la revelación de sí mismo en la experiencia moral del hombre, y en forma suprema en la Palabra encarnada, Jesucristo. El juzgamiento de los hombres ya ha comenzado, por lo tanto, por cuanto ellos muestran por sus actos que [aman] más las tinieblas que la luz" (Jn. 3.19).
No obstante, en el NT el enfoque se centra en el "juicio venidero", el juicio futuro y definitivo que acompañará al regreso de Cristo (Mt. 25.31–46; Jn. 5.22, 27 siguientes; Ro. 3.5 siguientes; 1 Co. 4.3–5; He. 6.1 siguientes). Se trata del futuro día del juicio (Jn. 6.39; Ro. 2.15 siguientes; 1 Co. 1.8; 5.5; Ef. 4.30; Fil. 2.16; 2 Ts. 1.10; 1 P. 2.12; 2 P. 3.12; 1 Jn. 4.17; Jud. 6; Ap. 6.17; 16.14). Cristo mismo será el juez (Jn. 5.22; 12.47s; Hch. 10.42; 17.31; 2 Ti. 4.8). Todos los hombres serán juzgados; no faltará nadie (2 Ti. 4.1; He. 12.23; 1 P. 4.5). Hasta los ángeles serán sometidos a juicio (2 P. 2.4; Jud. 6). Todos los aspectos de la vida serán revisados, incluidos "los secretos de los hombres" (Ro. 2.16), "las intenciones de los corazones" (1 Co. 4.5; Mr. 4.22; Lc. 12.2 siguientes), y "toda palabra ociosa" (Mt. 12.36). El juicio no estará limitado a los incrédulos. Los creyentes también enfrentarán un juicio (Mt. 7.22 siguientes; 25.14–30; Lc. 19.12–28; 1 Co. 3.12–15; 2 Co. 5.10; He. 10.30; Stg. 3.1; 1 P. 1.17; 4.17; Ap. 20.12 siguientes). No habrá forma de eludir este juicio (He. 9.27); es tan seguro como la muerte misma (Ro. 2.3; He. 10.27). En ninguna parte se asevera más claramente este hecho que en la enseñanza de las parábolas de Jesús (Mt. 13.24–30, 36–43, 47–50; 21.33–41; 22.1–14; 25.1–13, 31–46; etc.)
II. El fundamento del juicio
La base del juicio lo constituirá la respuesta del hombre a la voluntad revelada de Dios. Por lo tanto, ha de incluir el espectro total de la experiencia humana, los pensamientos, las palabras y los actos, y será administrado de tal modo que se tomarán en cuenta los diferentes grados de conocimiento de la voluntad de Dios, y por consiguiente los diversos grados de capacidad para cumplirla (Mt. 11.21–24; Ro. 2.12–16). Será enteramente justo y completamente convincente (Gn. 18.25; Ro. 3.19). El juez de toda la tierra obrará bien, y toda boca se cerrará en reconocimiento de la justicia de sus juicios (Job 40.1–5; 42.1–6). Como Job, nosotros también podemos aferrarnos a la justicia de Dios (Job 13.13 siguientes; 16.18 siguientes; 19.23 siguientes; 23.1–17; 31.1–40). Ante las frecuentes injusticias de la vida en la era actual, podemos descansar en la certidumbre de que Dios lo sabe todo, que a él no se lo puede engañar, y que él ha establecido un día en el que juzgará al mundo con justicia (Hch. 17.31). Podemos confiar en que él obrará en su juicio futuro con la misma perfección y la misma nota de triunfo que pone de manifiesto en la actualidad en sus obras de gracia y soberanía.
A veces se alega como pretexto una dificultad en cuanto hace a la base del juicio, afirmando que la Escritura parecería hablar con dos voces distintas en ciertos lugares. Por una parte nuestra justificación ante Dios descansa, se dice, en la fe sola, aparte de las buenas obras (Ro. 5.1s; 3.28), a pesar de lo cual el juicio se hará, según se declara en otras partes, sobre la base de las obras humanas. (Mt. 16.27; 25.31–46; Ro. 2.6; 1 Co. 3.8; Ap. 22.12). La dificultad es más aparente que real. Se deben tener en cuenta los siguientes puntos.
(i). La justificación es un concepto escatológico; es decir significa que somos declarados justos a la vista de Dios ante su tribunal. Anticipa, justamente, la cuestión que se está considerando aquí, el juicio final de Dios. El hombre de fe que confía en los méritos perfectos y la obra acabada de Cristo tiene la garantía de la absolución en aquel último día (Ro. 5.1; 8.1; 1 Co. 1.30). Lo que significa la fe en Cristo es nada menos que la verdad de que las "buenas obras" de Cristo, es decir su obediencia perfecta, en la vida y en la muerte, nos es imputada aquí y ahora, y será acreditada en nuestra cuenta en el día del juicio. En este sentido fundamental no puede haber justificación alguna para nadie aparte de las "obras", es decir la obediencia de Cristo en su vida y en su muerte, hecho que constituye la única base sobre la que el ser humano puede presentarse delante de Dios.
(ii). Esta relación tanto con las obras como con el carácter perfectos de Cristo no es judicial meramente. No es que seamos declarados justos, sencillamente. Nuestra unión con Cristo conlleva una incorporación real a su muerte y resurrección (Ro. 6.1 siguientes; Gá. 2.20; Ef. 2.5 siguientes; Col. 2.20; 3.1 siguientes). De este modo el carácter de Cristo se reproduce inevitablemente en alguna medida en la vida de su pueblo. Esta es la insistencia de Santiago (2.18 siguientes). La fe sin obras es espuria porque no hay tal cosa como una fe en Cristo que no tenga la virtud de llevarnos a la unión con él en toda su misión redentora, incluida su muerte y resurrección, con todas las implicancias que ella conlleva para el carácter moral consiguiente. Para expresarlo más técnicamente, la justificación que no lleva a la santificación resulta no ser justificación en absoluto. En las palabras de un escritor puritano tenemos que "dar pruebas de nuestro linaje atreviéndonos a ser santos" Ro. 6.1 siguientes; He. 2.10 siguientes; 1 Jn. 3.5 siguientes. Desde luego que el creyente seguirá siendo pecador hasta el final en cuanto hace a su práctica moral. En realidad es sólo "en Cristo" que comienza a ver el pecado en su verdadera dimensión, y a descubrir la profundidad de su depravación moral (1 Jn. 1.8–2.1 siguientes). Mas, al mismo tiempo "[es transformado] de gloria en gloria en la misma imagen" (2 Co. 3.18). De modo que si la persona realmente ha nacido de nuevo por el Espíritu (Jn. 3.1 siguientes), el escudriñamiento de Dios no dejará de descubrir indicaciones de ello en sus "obras". Pero dichas obras son fruto directo del hecho de que el creyente ha sido regenerado por el Espíritu Santo. En ningún sentido pueden considerarse como la base humana para una justificación propia, sino simplemente como elementos del don y la gracia de Dios para con nosotros en Cristo Jesús.
(iii). Cuando a Jesús se le preguntó: "¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?" contestó: "Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado" (Jn. 6.28 siguientes). Es un error a esta altura distinguir entre el Padre y el Hijo. La obra suprema de Dios en el hombre, como también su voluntad perfecta para con él, se expresan en Jesucristo. La voluntad de Dios para nosotros, por lo tanto, es que reconozcamos la persona y la misión de Jesús y respondamos a ellas. Creer en él es, por consiguiente, hacer las obras que Dios exige.
(iv). Mucha dificultad ofrece la parábola de Mt. 25.31–46, y los intérpretes recientes han sacado toda clase de conclusiones tomando como base esta parábola, por ejemplo el concepto del así llamado "creyente anónimo". Ella expresa la noción de que algunas personas, incluidos los ateos que han negado a Dios y su testimonio, los agnósticos que aspiran a ser testigos pasivos del testimonio de Dios, y los hombres y mujeres de otros credos que han repudiado en mayor o menor medida lo que sostiene el cristianismo acerca de Cristo, por el hecho de que dan de comer al hambriento, visitan a los presos, atienden a los necesitados, incluso luchan en guerras para la liberación política de los pueblos, son, inconscientemente, seguidores de Cristo y serán absueltos al final, porque al ministrar a los necesitados de este modo en realidad han ministrado a Cristo mismo. Tales interpretaciones, sin embargo, adolecen de una debilidad crucial; exigen que interpretemos una parábola (que de todos modos no constituye enseñanza escrituraria directa, porque de todos modos no deja de ser una parábola) de un modo que aporte conclusiones que están en contradicción con muchas otras secciones muy claras de la Biblia en general, y con la enseñanza de Jesús en particular. A la inversa, si podemos interpretar esta parábola de un modo que no plantee contradicciones fundamentales, sino que permita su integración en forma armónica en el conjunto de las ensenanzas de Jesús, luego resulta claro que esa debe ser la interpretación a adoptar, de acuerdo a cualquier hermenéutica sana. Este segundo punto de vista resulta enteramente factible si no dejamos de tener presente la aseveración de Jesús de que los actos de misericordia de que se trata en la parábola son hechos a sus "hermanos" (25.40). He aquí el reflejo de una verdad que él mismo da a conocer en otra parte, en el sentido de que la iglesia como instrumento de su misión ante el mundo está tan identificada con él que la reacción de los hombres ante los discípulos de Jesús y su testimonio equivale a una reacción a él mismo (Mt. 10.9–14, 40; 12.48–50; 18.18; Mr. 9.37; Jn. 20.21 siguientes). "El que a vosotros recibe, a mí me recibe." "Los actos de los justos no son simplemente hechos casuales de benevolencia. Son actos por los que la misión de Jesús y sus seguidores fue ayudada, y ayudada con algún costo para los que los realizaban, incluso con algún riesgo". Todo esto no tiene como fin negar que muchas personas no cristianas realizan actos de amor y misericordia, como tampoco el hecho de que a veces los creyentes tienen que avergonzarse ante las "buenas obras" que hacen otros. Sin embargo, esas obras tienen que ser evaluadas bíblicamente. Ellas constituyen pruebas de la "gracia común" de Dios, que funciona en el seno de una sociedad caída para limitar el mal y promover el bien. Deberíamos agradecer a Dios de que así sea, y unir nuestra compasión cristiana, donde sea posible, a todos esos esfuerzos por aumentar el bienestar de los demás seres humanos. A esta acción, empero, aun cuando sea llevada hasta los límites del autosacrificio, no puede atribuírsele efectos expiatorios ni justificatorios. Esas personas también son pecadores caídos que en muchos aspectos de su vida resisten la voluntad y los designios de Dios, y no pueden depositar su esperanza, ante el juicio venidero, en otra cosa que no sea la justicia de Cristo únicamente. No existen los "creyentes anónimos". En "ningún otro hay salvación (sino en Cristo Jesús), porque no hay otro nombre bajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos" (Hch. 4.12). La base del juicio sigue siendo nuestra respuesta a la voluntad de Dios, tal como ella se expone en su revelación general y especial centrada en Jesucristo.
Hay un punto de vista en cuanto al fundamento para el juicio que requiere consideración. Es la noción de que la única base sobre la que el hombre o la mujer puede verse expuesto al juicio final y la condenación divina es el rechazo explícito del evangelio de Cristo. En apoyo de esto se mencionan Escrituras tales como Mr. 16.15s; Jn. 3.18, 36; Ro. 10.9–12; Ef. 4.18; 2 P. 2.3 siguientes; 1 Jn. 4.3, que hablan de la incredulidad como base para la condenación. Sin embargo, notamos lo siguiente:
a) estos pasajes sólo prueban que la fe en Cristo es el único modo de salvación, lo cual no es igual que probar que el rechazo consciente de Cristo es la única base para la condenación. No cabe duda de que la incredulidad es una cuestión seria e importante, y que es la forma en que se expresa el pecado cuando los hombres menosprecian la única esperanza de redención, pero no es la única forma en que el hombre se rebela contra Dios, y en consecuencia no es la única razón por la que el hombre aparece condenado delante de Dios.
b) Más aun, la Biblia representa a los hombres como ya condenados antes de que el evangelio les es predicado, y es precisamente esta condenación previa la que representa la necesidad del hombre a la que el evangelio acude como la misericordiosa respuesta de Dios. La función del evangelio no es la de crear primero y luego retirar la condenación del hombre, sino la de encarar el problema de la condenación que ya pende sobre la cabeza del hombre (Ro. 1.18; 2.12; 5.16, 18; Ef. 2.4; 5.3–6; Col. 3.5 siguientes).
c) El parecer de que el evangelio crea la posibilidad de la condenación del hombre, como también la de su liberación, no puede menos que tener un efecto debilitador del fervor evangelístico y misionero, ya que si es solamente al rechazar el evangelio que el hombre resulta definitivamente condenado, y si, como lo demuestran las estadísticas, la mayoría de los que oyen el evangelio no lo aceptan, luego, adoptando una posición puramente utilitaria, y teniendo en cuenta la mayor felicidad del mayor número de personas, convendría que no se predicase el evangelio en absoluto, sino, por el contrario, que se hiciese todo lo posible por evitar que sea predicado. Esta conclusión ridícula y evidentemente antibíblica pone de manifiesto el error de la premisa inicial. El germen de verdad que contiene esta posición es que el mayor conocimiento y las mayores oportunidades conllevan mayor responsabilidad. Por cierto que la Escritura admite que todos los hombres no son iguales en cuanto a su oportunidad de conocer a Dios, y este hecho ha de ser tenido en cuenta cuando Dios juzgue a los hombres (Mt. 11.20–24; Ro. 2.1–24; 2 P. 2.21). El principio de Lc. 12.48, de que "aquel a quien se le haya dado mucho, mucho se le demandará", tiene aplicación a esta altura. De aquí que el comentario general de que los que nunca han oído el evangelio serán juzgados por el grado de luz que les haya llegado es correcto. Sin embargo, tenemos que agregar que la luz que les ha llegado no ha sido seguida por ellos. Sólo en Cristo Jesús hay esperanza de salvación (Jn. 14.6; Hch. 4.12; Ef. 2.12).
La Escritura es testigo de una división en el momento del juicio final entre los "justos" y los "malos", los "elegidos" y los "no elegidos", es decir aquellos "cuyos nombres están escritos en el libro de la vida" y aquellos cuyos nombres "no se [hallaron inscritos] en el libro de la vida" (Dn. 12.1–3; Mal. 3.18; Mt. 13.30, 39–43, 49 siguientes; 25.32 siguientes, 41, 46; Mr. 13.27; Jn. 5.28 siguientes; 1 Co. 1.18 siguientes; 2 Co. 2.15 siguientes; Ap. 20.11–15). La existencia futura de los que son absueltos en el juicio final se indica en la Biblia como el cielo; la de los que no son absueltos como el infierno.
III. El juicio de los cristianos
La Escritura habla también de un juicio para los creyentes. Cristo en su venida juzgará a su pueblo (Mt. 25.14–30, 31–46; Lc. 19.12–28; 1 Co. 3.12–15; 2 Co. 5.10; 1 P. 1.17; Ap. 20.12 siguientes). Los creyentes serán juzgados por su Señor con respecto a la mayordomía de los talentos, dones, oportunidades, y responsabilidades que se le hayan concedido en el curso de su vida. La referencia a este juicio en 1 P. 1.17 resulta particularmente significativa, en lo que hace a la especificación de su carácter. El juicio divino del pueblo de Dios será un juicio paternal. No tendrá el efecto de hacer peligrar la posición del creyente en el seno de la familia de Dios; se hará con toda la comprensión y la compasión de un padre; pero no por ello ha de tomarse con liviandad o descuidadamente. Este juicio paternal lo llevará a cabo Cristo cuando vuelva.
IV. Juicio humano
En esto, como en lo demás, al hombre se lo insta a imitar a Dios. Así como Dios es juez justo, también los hombres son llamados a juzgar rectamente (Lc. 12.57; Jn. 7.24), teniendo en cuenta constantemente que en último análisis el juicio es de Dios (Dt. 1.17). Se espera que el creyente sepa discriminar y juzgar en asuntos morales, y el que pueda hacerlo es señal de verdadera madurez (Lc. 12.57; Jn. 7.24; Ro. 15.14; 1 Co. 2.15; 6.1–6; 10.15; 2 Co. 13.5; Fil. 1.9 siguientes; Col 1.9; 1 Jn. 4.1). No obstante, también se le advierte frecuentemente al creyente del peligro de juzgar a otros de un modo que intente anticipar el juicio divino final (Mt. 7.1; Lc. 6.41 siguientes; Jn. 8.7; Ro. 2.1; 14.4; Stg. 4.1). Todos los juicios humanos son provisionales a la luz del juicio venidero (1 Co. 4.3–5). Cuando la nueva era se manifieste plenamente al regreso de Cristo, los creyentes, según 1 Co. 6.2 siguientes, serán llamados a ejercer juicio con respecto al mundo (versículo 2), y en particular con respecto a los ángeles (versículo 3).
V. Actitudes actuales
Hay pocos puntos en los que la enseñanza de la Biblia está en conflicto más marcado con los supuestos de la era actual que en lo que enseña con respecto al futuro juzgamiento de los hombres por parte de Dios. Es, paralelamente, una de las expresiones contemporáneas más serias de la capitulación intelectual y espiritual cristianas el que esta doctrina en particular se refleje tan poco en la predicación y en la literatura de nuestros días. En este aspecto, al mundo se le ha dado la posibilidad, y demasiado claramente, de meter a la iglesia dentro de su propio molde (Ro. 12.1 siguientes). Es por ello que un comentarista teológico puede quejarse con toda justicia de que hoy la noción del juicio final "figure tan poco en la teología y la predicación de la iglesia". Esta negligencia teológica es menos excusable si se tiene en cuenta el hecho de que el presente siglo ha sido testigo de una recuperación sin precedentes de la perspectiva escatológica bíblica. Sin embargo, este aspecto particular de la escatología, o sea el del futuro juicio divino, se ha dejado de lado en buena medida, y sin razón válida.
Hoy el hombre rechaza de plano la idea de que algún día deba rendir cuentas por su vida y sus decisiones. Su falta de convencimiento en cuanto a la vida del más allá, combinada con la erosión que ha sufrido la noción de responsabilidad moral debido a la forma en que se entienden popularmente las teorías psicológicas y psicoanalíticas, ha contribuido a la indiferencia y el pragmatismo morales de nuestros tiempos. Las cuestiones morales, si es que en alguna medida interesan, se relacionan únicamente con el momento presente y con asuntos de felicidad personal. La idea de que pudieran tener relación con alguna dimensión divina trascendente, o de que todos los hombres algún día serán llamados ineludiblemente a reconocer en la omnisciente presencia de su Creador la medida de responsabilidad que les cabe por esas mismas decisiones morales, es anatema. Lamentablemente para el hombre moderno ocurre que esa es, en realidad, la verdad. El juicio es inevitable y nos espera a todos. Ante esta tendencia moderna a desechar el juicio futuro, la iglesia cristiana tiene que aceptar la responsabilidad, grande y urgente, de sostener tenazmente la perspectiva bíblica.