»
Inicio » Definiciones Bíblicas


Dios

Dios existe, y puede ser conocido. Estas dos afirmaciones forman la base y la inspiración de todas las religiones. La primera es una afirmación de fe, la segunda de la experiencia. Como la existencia de Dios no está sujeta a demostración científica, debe ser un postulado de la fe; y dado que Dios trasciende toda su creación, sólo podemos conocerlo en la medida en que se revela a sí mismo.

La religión cristiana se distingue en que afirma que se puede conocer a Dios como Dios personal solamente en la revelación que de sí mismo hace en las Escrituras. La Biblia no fue escrita para probar que Dios existe, sino para revelarlo por medio de sus actos. Por ello la revelación bíblica de Dios es de naturaleza progresiva, y alcanza su plenitud en Jesucristo, su Hijo.

A la luz de su propia revelación en las Escrituras, tenemos varias afirmaciones acerca de Dios.



I. Su existencia

Dios existe por sí mismo. Su creación depende de él, pero él es completamente independiente de la creación. No sólo tiene vida, sino que sustenta la vida de su universo, y tiene en sí mismo la fuente de esa vida.

Este misterio de la existencia de Dios le fue revelado a Moisés en épocas muy tempranas en la historia bíblica, cuando, en el desierto de Horeb, se encontró con Dios en forma de fuego en una zarza (Ex. 3.2). Lo distintivo de aquel fenómeno fue que "la zarza ardía en fuego, … y … no se consumía" (Ex. 3.2). Para Moisés esto debe haber significado que el fuego era independiente del medio ambiente; que se autoalimentaba. Tal es Dios en su ser esencial: es completamente independiente del medio o ambiente en que desea hacerse conocer. Esta cualidad del ser de Dios probablemente encuentra expresión en su nombre personal Yahvéh y en su propia afirmación "Yo soy el que soy", es decir "Yo soy el que tiene ser dentro de sí mismo" (Ex. 3.14). (Otros nombres de Dios)

Esta percepción se insinúa en la visión que Isaías tuvo de Dios: "… Dios eterno es Jehová, el cual creó los confines de la tierra … No desfallece, ni se fatiga con cansancio … Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas" (Is. 40.28–29). Él es el Dador, y todas sus criaturas son los receptores. Cristo dio su más clara expresión a este misterio cuando dijo: "Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo" (Jn. 5.26). Esto hace de la independencia de la vida una cualidad distintiva de la deidad. En toda la Escritura Dios se revela como la fuente de todo lo que existe, animado e inanimado, Creador y Dador de la vida, el único que tiene vida en sí mismo.



II. Su naturaleza

En su naturaleza Dios es espíritu puro. Muy al principio de su revelación como autor del universo creado, se representa a Dios como el Espíritu que produjo la luz en medio de las tinieblas y el orden en medio del caos (Gn. 1.2–3). A la mujer samaritana Cristo le hizo la siguiente revelación acerca de Dios como objeto de nuestra adoración: "Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren" (Jn. 4.24). Entre estas dos afirmaciones tenemos frecuentes referencias a la naturaleza de Dios como espíritu puro y espíritu divino. Se le llama Padre de los espíritus (He. 12.9), y frecuentemente se usa la combinación "Espíritu del Dios vivo".

A este respecto debemos distinguir entre Dios y sus criaturas que son espirituales. Cuando decimos que Dios es espíritu puro lo hacemos para poner de manifiesto que no es parcialmente espíritu y parcialmente cuerpo, como es el caso del hombre. Es espíritu simple sin forma ni partes, razón por la cual no tiene presencia física. Cuando la Biblia dice que Dios tiene ojos, oídos, manos, y pies, lo hace en un intento de trasmitir la idea de que está dotado de las facultades que corresponden a dichos órganos, porque si no habláramos de Dios en términos físicos no podríamos hablar de él de ninguna manera. Por cierto que esto no sugiere ninguna imperfección en Dios. El espíritu no es una forma limitada o restringida de existencia, sino la unidad perfecta del ser.

Cuando decimos que Dios es espíritu infinito, nos encontramos completamente fuera del alcance de nuestra experiencia, ya que nosotros estamos limitados con respecto al tiempo y el espacio, como así también con respecto al conocimiento y el poder. Dios es esencialmente ilimitado, y cada elemento de su naturaleza es ilimitado. Llamamos a su infinitud con respecto al tiempo-eternidad, con respecto al espacio-omnipresencia, con respecto al conocimiento-omnisciencia, y con respecto al poder-omnipotencia.

Su infinitud significa también que Dios trasciende todo su universo. Pone de manifiesto su independencia de todas sus criaturas como espíritu autoexistente. No está limitado por lo que llamamos la naturaleza, sino infinitamente exaltado por encima de ella. Incluso aquellos pasajes de la Escritura que dan realce a su manifestación local y temporal también nos muestran su exaltación y omnipotencia ante el mundo como Ser eterno, Creador y Juez soberano (Is. 40.12–17).

Al mismo tiempo la infinitud de Dios expresa su inmanencia. Con ello queremos hacer referencia a su presencia en todo lo creado y su poder dentro de su creación. No se mantinene apartado del mundo, como simple espectador de la obra de sus manos. Está en todo, lo orgánico y lo inorgánico, y actúa desde adentro hacia fuera, desde el centro de cada átomo, y desde las más recónditas fuentes del pensamiento, la vida y el sentimiento, como una continua secuencia de causa y efecto.

En pasajes como Is. 57 y Hch. 17 tenemos una expresión de la trascendencia y la inmanencia de Dios. En el primero vemos su trascendencia en la expresión "el alto y sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo", y su imanencia en cuanto "habita … con el quebrantado y humilde de espíritu" (Is. 57.15). En el segundo pasaje Pablo se dirige a los atenienses afirmando la trascendencia del "Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas", y luego afirma su inmanencia como el que "no esta lejos de cada uno de nosostros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos" (Hch. 17.24, 28).



III. Su carácter

Dios es personal. Cuando decimos esto afirmarnos que Dios es racional, que tiene conciencia de sí mismo, que se autodetermina, que es un agente moral inteligente. Como mente suprema es el origen de toda la racionalidad en el universo. Dado que las criaturas racionales creadas por Dios poseen carácter propio e independiente, Dios debe poseer un carácter que sea divino tanto en su trascendencia como en su inmanencia.

El AT nos revela un Dios personal en función de su propia autorrevelación y de las relaciones entre sus criaturas y él, y el NT muestra claramente que Cristo hablaba con Dios en términos que solo resultan significativos en una relación de persona a persona. Por ello podemos hablar de ciertas cualidades mentales y morales de Dios en la forma en que lo hacemos del carácter humano. Se ha tratado de clasificar los atributos divinos bajo títulos como mentales y morales o comunicables e incomunicables, o relacionados y no relacionados. Aparentemente la Escritura no apoya ninguno de estos tipos de clasificaciones y, de todos modos, Dios es infinitamente más grande que la suma de todos sus atributos. Para nosotros los nombres de Dios son designación de sus atributos, y resulta significativo que sus nombres aparecen en el contexto de las necesidades de su pueblo. Por lo tanto, parecería más acorde con la revelación bíblica tratar cada atributo como una manifestación de Dios en la situación humana que la hizo necesaria: compasión en presencia del sufrimiento, paciencia y tolerancia ante aquello que merece castigo, gracia en presencia de la culpa, misericordia frente a la penitencia, todo lo cual sugiere que los atributos de Dios designan la relación en la cual él se brinda a quienes lo necesitan. En ello encontramos la indudable verdad de que Dios en toda la plenitud de su naturaleza se encuentra en cada uno de sus atributos, de modo que nunca hay más de un atributo que de otro, nunca más amor que justicia, o misericordia que rectitud. Si existe un atributo de Dios que lo comprende todo y se encuentra en todo, ese atributo es su Santidad, rasgo que caracteriza todos los otros atributos divinos: su amor es santo, su compasión es santa, su sabiduría es santa.



IV. Su voluntad

Dios es soberano. Esto significa que prepara sus propios planes y los lleva a cabo en su propio momento y a su manera. Es simplemente una expresión de su inteligencia, su poder, y su sabiduría supremos. Significa que la voluntad de Dios no es arbitraria, sino que actúa en completa armonía con su carácter. Es la expresión de su poder y su bondad, por lo que es la meta final de toda la existencia.

Debemos hacer, sin embargo, una distinción entre la voluntad de Dios que prescribe lo que debemos hacer nosotros, y la voluntad por la cual determina lo que él mismo ha de hacer. Los teólogos distinguen entre la voluntad decretiva de Dios, por medio de la cual decreta todo lo que va a pasar, y su voluntad preceptiva, por medio de la cual asigna a sus criaturas los deberes que les corresponden. La voluntad decretiva de Dios siempre se cumple, mientras que a veces se desobedece su voluntad preceptiva.

Cuando consideramos el imperio soberano de la voluntad divina como la base última de todo lo que acontece, ya sea activamente, haciendo que ocurra, o pasivamente, permitiendo que suceda, reconocemos la distinción entre la voluntad activa de Dios y su voluntad permisiva. Por lo tanto, debemos atribuir la entrada del pecado en el universo a la voluntad permisiva de Dios, ya que el pecado es una contradicción de su santidad y su bondad. Hay así una esfera en la que predomina la voluntad de Dios, y una en la que el hombre tiene libertad para actuar. La Biblia nos muestra ambas en acción. La nota predominante en el AT es la que expresa Nabucodonosor: "… él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?" (Dn. 4.35). En el NT encontramos un impresionante ejemplo de la voluntad divina resistida por el descreimiento del hombre, cuando Cristo dio expresión a su grito de dolor ante la actitud de Jerusalén: "¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!" (Mt. 23.37). Sin embargo, la soberanía de Dios nos asegura que un día todo se rectificará a fin de que contribuya a su propósito eterno, y que finalmente será contestada la petición de Cristo: "Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo."

Es verdad que no podemos reconciliar la soberanía de Dios con la responsabilidad del hombre porque no entendemos la naturaleza del conocimiento divino, y porque nos falta la comprensión de todas las leyes que gobiernan la conducta humana. En la Biblia vemos que toda la vida se vive según la voluntad de Dios, quien la sostiene, "en quien vivimos, y nos movemos, y tenemos nuestro ser", y que de la misma manera en que el ave es libre en el aire y el pez en el mar, el hombre encuentra su verdadera libertad en la voluntad de Dios que lo creó para él.



V. Su subsistencia

En su vida esencial Dios es una comunión. Esta es quizás la revelación suprema de Dios que nos ofrecen las Escrituras: que la vida de Dios es, eternamente y dentro de sí mismo, una comunión de tres personas iguales y a la vez perfectamente distinguibles entre sí: el Padre, el Hijo, y el Espíritu, y que en su relación con su creación moral Dios es estaba extendiendo esa comunión que esencialmente es propia de sí mismo. Quizás se pueda inferir esto de la orden divina que expresa la voluntad deliberada de crear al hombre: "Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza", que fue expresión de la voluntad de Dios, no solamente de revelarse como comunión, sino también de abrir esa vida de comunión a las criaturas morales que hizo a su imagen, y a las que dotó para que la disfrutaran. Si bien es cierto que por el pecado el hombre perdió su capacidad de gozar de esa comunión santa, también es cierto que Dios quiso que fuera posible devolvérsela. En efecto, se ha observado que probablemente fue ese el supremo fin de la redención, la revelación de Dios en tres Personas actuando en aras de nuestra restauración: con amor electivo que nos reclamaba, con amor redentor que nos emancipaba, y con amor regenerador que nos recreaba para la comunión con él. (Trinidad)



VI. Su paternidad

Como Dios es persona puede tener relaciones personales, la más cercana y tierna de las cuales es la de Padre. Es la designación más común que empleaba Cristo para Dios, y en teología se la reserva especialmente para la primera persona de la Trinidad. En las Escrituras hay cuatro tipos de relaciones en las cuales se aplica a Dios el término Padre.

Está la paternidad creadora. La relación fundamental entre Dios y el hombre que creó a su propia imagen encuentra su más completa y adecuada ilustración en la relación natural que comprende el don de la vida. Al llamar a su pueblo a la fidelidad a Dios y la consideración del prójimo, Malaquías pregunta "¿No tenemos todos un mismo Padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios?" (Mal. 2.10). Isaías, cuando pide a Dios que no abandone a su pueblo, exclama: "Ahora pues, Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros barro, y tú el que nos formaste" (Is. 64.8). Pero es más particularmente en lo que hace a la naturaleza espiritual del hombre que se afirma esta relación. En He. se llama a Dios "Padre de los espíritus" (12.9, y en Nm. "Dios de los espíritus de toda carne (16.22). Cuando Pablo predicó desde el monte de Marte, utilizó este argumento para hacer comprender la irracionalidad del hombre racional cuando adora ídolos de madera y piedra, y cita al poeta Arato ("Porque linaje suyo somos") para indicar que el hombre es criatura de Dios. Por lo tanto el hombre como criatura es la contrapartida de la paternidad general de Dios. Sin el Padre Creador no habría raza ni familia humana.

Está la paternidad teocrática, que es la relación entre Dios y el pueblo de su pacto, Israel. Como esta es más bien una relación colectiva y no personal, Israel como pueblo del pacto era la criatura de Dios, y se la intimó a reconocer y responder a esa relación filial: "Si, pues, yo soy Padre, ¿dónde esta mi honra?" (Mal. 1.6). Pero como la relación del pacto era redentora en su significado espiritual, podemos considerarla como anticipación de la revelación neotestamentaria de la paternidad divina.

Luego está la paternidad generativa, que pertenece exclusivamente a la segunda persona de la Trinidad, designada como Hijo de Dios e Hijo único. Por lo tanto es única, y no se aplica a ninguna otra criatura. Mientras estuvo en la tierra Cristo habló con la mayor frecuencia de esta relación, que era peculiarmente suya. Dios era su Padre por generación eterna, lo que expresa una relación esencial e intemporal, que trasciende nuestra comprensión. Es significativo que Jesús, cuando enseñaba a los Doce, nunca empleó la expresión "nuestro Padre" como algo común a él y a sus discípulos. En el mensaje de la resurrección por medio de María indicó dos relaciones diferentes: "Mi Padre, y… vuestro Padre" (Jn. 20.17), pero ambas partes de la afirmación están relacionadas de tal manera que una se convierte en el fundamento de la otra. Su condición de Hijo, aunque en un nivel totalmente único, constituía la base para la condición filial de sus discípulos.

También tenemos la paternidad adoptiva, que es la relación redentora que pertenece a todos los creyentes, y en el contexto de la redención se la considera en dos aspectos, en el de su relación en Cristo, y en el de la obra regeneradora del Espíritu Santo en ellos. Esta relación con Dios es básica para todos los creyentes, como les recuerda Pablo a los cristianos de Galacia: "Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús" (Gá. 3.26). En esta unión viva con Cristo, se los adopta en la familia de Dios, y se convierten en objeto de la obra regeneradora del Espíritu Santo, que les otorga la naturaleza de hijos: uno es el aspecto objetivo, el otro el subjetivo. Debido a su nueva condición (justificación) y relación (adopción) con Dios Padre en Cristo, llegan a ser coherederos de la naturaleza divina, y nacen en el seno de la familia de Dios. Juan lo aclaró perfectamente en el capítulo inicial de su evangelio: "Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad (autoridad) de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios" (Jn. 1.13). Y así reciben todos los privilegios que corresponden a esa relación filial. La secuencia natural es, por lo tanto: "Y si hijos, también herederos" (Ro. 8.17).

La enseñanza de Cristo sobre la paternidad de Dios claramente restringe la relación al pueblo creyente. En ningún caso vemos que considere que esta relación exista entre Dios y los que no creen. No sólo no nos da ningún indicio de una paternidad redentora de Dios para con todos los hombres, sino que les dice elocuentemente a los judíos que lo criticaban: "Vosotros sois de vuestro padre el diablo" (Jn. 8.44).

Si bien es en esta relación de Padre que el NT nos muestra los aspectos más tiernos del carácter de Dios, su amor, su fidelidad, y su cuidado, también nos muestra nuestra responsabilidad de manifestar a Dios la reverencia, la confianza, y la obediencia amorosa que los hijos deben manifestar hacia sus padres. Cristo nos enseñó a orar no solamente a "nuestro Padre" sino a "Padre nuestro que estás en los cielos", inculcándonos de esta manera reverencia y humildad.