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Ética Bíblica

I. El principio distintivo

Lo distintivo de la enseñanza ética de la Biblia está bien ilustrado por la derivación de las palabras mismas, "ética" y "moral". Ambas se originan en raíces (griegas y latinas) que significan "costumbre". Se infiere de esto que nos comportamos de una manera éticamente correcta cuando hacemos lo que la costumbre indica. Descubrimos las cosas que se hacen generalmente, y llegamos a la conclusión que estas son las que deberíamos hacer.

En nítido contraste con este enfoque, la ética bíblica se centra en Dios. En lugar de dejarnos guiar por la opinión de la mayoría, o conformarnos al comportamiento acostumbrado, las Escrituras nos instan a comenzar con Dios y sus requerimientos—y no con el hombre y sus costumbres—cuando buscamos directivas morales. Este principio central y unificador se expresa de muchas maneras en la Biblia:

(a) La norma para el bien es de carácter personal. Si deseamos descubrir cuál es la naturaleza del bien, la Biblia nos dirige a la persona de Dios mismo. Sólo él es bueno (Mr. 10.18), y es su voluntad la que expresa "lo que es bueno, aceptable y perfecto" (Ro. 12.2). Allá en el desierto de Sinaí Yahvéh hizo esta promesa a Moisés: "Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro" (Ex. 33.19), y la promesa se cumplió mediante una revelación especial del carácter del Señor (Ex. 34.6s). A diferencia de todos los demás maestros de moral, Dios es absolutamente consecuente. Él es la expresión de su propia voluntad.

(b) La fuente del conocimiento moral es la revelación. Según la Biblia, el conocimiento del bien y del mal no es tanto objeto de investigación filosófica como aceptación de la revelación divina. Como lo expresa Pablo, el conocimiento de la voluntad de Dios (lo cual equivale a descubrir lo que es correcto) se adquiere a través de la instrucción en su ley (Ro. 2.18). Así que mientras el filósofo moralista investiga sus datos con el fin de llegar a conclusiones sensatas, los escritores bíblicos se conforman con declarar la voluntad revelada de Dios, sin sentir la necesidad de justificar sus opiniones.

(c) La enseñanza moral se expresa en forma de mandamientos y no de afirmaciones. Exteriormente, la diferencia más notable entre la Biblia y un texto secular de ética es la manera en que se transmite la enseñanza moral. Para encontrar argumentos razonados para las exigencias éticas en la Biblia, se debe recurrir casi exclusivamente a la literatura sapiencial en el AT (Pr. 5.1ss). En otras partes de las Escrituras los juicios morales se declaran lisa y llanamente, sin argumentación razonada. El filósofo que no apoya sus opiniones con argumentos bien defendidos no puede esperar que la gente lo escuche con seriedad. Pero los escritores bíblicos, desde el momento que estaban convencidos de estar transmitiendo la voluntad de Dios, no sintieron ninguna necesidad de emplear argumentos lógicos para apoyar sus mandamientos morales.

(d) La demanda ética básica es la de imitar a Dios. Como Dios sintetiza el bien en su propia persona, el supremo ideal del hombre, de acuerdo a la Biblia, es el de imitarle. Esto se refleja en el estribillo del AT, "seréis santos, porque yo soy santo" (Lv. 11.44s); y en la manera en que grandes y antiguas palabras del pacto como h\esed_ ("misericordia") y >ƒmuÆnaÆh ("fidelidad") se usan para describir el carácter de Dios y, a la vez, sus exigencias morales para el hombre. También en el NT se hace referencia a la misma idea. Los cristianos deben desplegar la misericordia de su Padre celestial, dijo Jesús, y también su perfección moral (Lc. 6.36; Mt. 5.48). Y porque Jesús lleva "la imagen misma de su sustancia" (He. 1.3), la invitación a imitarle llega con la misma fuerza (1 Co. 11.1). Nos hacemos imitadores del Padre en la medida en que manifestamos en nuestra vida el amor del Hijo (Ef. 5.1s).

(e) La religión y la ética son inseparables. Toda tentativa de introducir una cuña entre los preceptos morales de la Biblia y su enseñanza religiosa fracasa. Debido al hecho de que la ética bíblica es teocéntrica, la enseñanza moral de las Escrituras pierde su credibilidad toda vez que se le quita su apoyatura religiosa (pr ejemplo las Bienaventuranzas, Mt. 5.3ss). La religión y la ética están relacionadas como lo están los cimientos y el edificio que se asienta en ellos. Por ejemplo, las demandas morales del Decálogo se apoyan en el hecho de la actividad redentora de Dios (Ex. 20.2); y buena parte de la enseñanza moral de Jesús se presenta como deducción basada en premisas religiosas (Mt. 5.43ss). El mismo principio está bien ilustrado en la estructura literaria de las epístolas paulinas. Al mismo tiempo que presenta ejemplos específicos de enseñanza moral basada en fundamentos religiosos (por ejemplo 1 Co. 6.18ss; 2 Co. 8.7ss; Fil. 2.4ss), Pablo estructura sus cartas para seguir el mismo modelo. Una sección teológica principal cuidadosamente presentada sirve como trampolín para un claro agregado ético final (Ro., Ef., Fil.). La ética cristiana nace de la doctrina cristiana, y son inseparables.



II. El Antiguo Testamento

(a) El pacto. El pacto que Dios formalizó con Israel por intermedio de Moisés (Ex. 24) tuvo significación ética directa y trascendental. Particularmente, la nota fundamental de la gracia, manifestada primeramente en la elección que hizo Dios en cuanto al socio para su pacto (Dt. 7.7s; 9.4), determina el tema para toda la enseñanza moral del AT.

La gracia de Dios propone el motivo principal para la obediencia a sus mandamientos. Las apelaciones a manifestar temor reverencial no están ausentes por cierto en el AT (Ex. 22.22ss), pero es más frecuente que la gracia provea el mayor estímulo al buen comportamiento. Los hombres, en su carácter de socios del pacto celebrado con Dios, son invitados a responder con gratitud a los actos de amor inmerecido realizados por él anteriormente; son llamados a hacer su voluntad en señal de gratitud por su gracia, antes que a someterse atemorizados por amenazas de castigo. Por consiguiente, los esclavos debían ser tratados con generosidad porque Dios manifestó generosidad hacia los esclavos hebreos en Egipto (Dt. 15.12ss). Los comerciantes no debían usar pesas falsas en sus balanzas, recordando que fue el Dios de toda justicia el que redimió a sus antepasados (Lv. 19.36). Los extranjeros debían de ser tratados con la misma bondad que el Señor de la gracia manifestó para con su pueblo: "Porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto" (Lv. 19.33s). En una palabra, la demanda de Dios en el pacto es esta: "Guardad… mis mandamientos, y cumplidlos", porque "yo Jehová … os saqué de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios" (Lv. 22.31ss).

El pacto también alentaba una intensa conciencia de solidaridad corporativa en Israel. Su efecto no era sólo el de unir al individuo a Dios, sino también el de reunir a todos los miembros del pacto en una sola comunidad (el lenguaje que utiliza Pablo para describir el efecto del nuevo pacto en Ef. 2.11ss). La repetición de la frase "carne y hueso" en la Biblia ilustra gráficamente este principio; utilizada primeramente con referencia a la relación de una persona con otra en Gn. 2.23, podía aplicarse por un individuo a su familia extendida (Jue. 9.1s), por la nación al declarar su lealtad a su conductor (2 S. 5.1) y aun—más tarde—por un judío al describir su parentesco con su raza (Ro. 11.14). De manera que cuando un hombre transgredía uno de los mandamientos de Dios, toda la comunidad quedaba comprometida con su pecado (Jos. 7.1ss); y cuando alguien pasaba por momentos difíciles, todos sentían la obligación de acudir en su ayuda.

De ahí el marcado acento que el AT pone en la ética social. La solidaridad corporativa conducía de inmediato a la preocupación por el prójimo. En esa íntima unidad comunitaria cada individuo era importante. Los pobres tenían los mismos derechos que los ricos, porque todos estaban amparados por el mismo pacto. Los miembros más débiles de la sociedad estaban especialmente protegidos (las disposiciones específicas de Ex. 22 y 23, con sus resguardos para la viuda, el huérfano, el extranjero, y los pobres).

(b) La ley. El pacto proporcionó el contexto para la dispensación de las leyes por parte de Dios. En consecuencia, un rasgo distintivo de la ley del AT era su énfasis en el mantenimiento de relaciones correctas. Su principal interés era el de no levantar una cerca en torno a ideales éticos abstractos, sino el de cimentar buenas relaciones entre una persona y otra, y entre las personas y Dios. Por ello la mayoría de sus preceptos específicos se expresan en segunda persona y no en tercera. De ahí, también, la actitud netamente positiva y cálida que adoptan aquellos que están bajo la ley hacia el cumplimiento de la misma (Sal. 19.7ss; 119.33ss, 72); y el reconocimiento de que la consecuencia más seria resultante del quebrantamiento de la ley no era un castigo material, sino el deterioro inevitable de las relaciones entre las partes (Os. 1.2).

El punto central de la ley son los Diez Mandamientos (Ex. 20.3ss; Dt. 5.7ss), ya que se refieren a las más fundamentales de todas las relaciones. Ningún resumen podría ser más completo. Establecen la santidad básica que gobierna todo cuanto tiene que ver con las creencias, el culto, y la vida: la santidad del ser mismo de Dios, el culto que se le rinde, su nombre, y su día; y la santidad del matrimonio y de la familia, de la vida, la propiedad, y la verdad. El contexto dentro del cual se promulgan es el de la redención (Ex. 20.2), y su pertinencia no ha terminado con la venida de Cristo (Mt. 5.17ss; Ro. 13.9; Stg. 2.10s).

Además de ser fruto de la obra redentora de Dios, el Decálogo tiene profundas raíces en las ordenanzas de la creación de Gn. 1 y 2. Estas son las ordenanzas de la procreación y la responsabilidad administrativa sobre el resto de la creación (Gn. 1.28); el día del reposo (Gn. 2.2s); el trabajo (Gn. 2.15), y el matrimonio (Gn. 2.24). Juntos (como el Decálogo), se refieren a todas las áreas fundamentales de la vida y del comportamiento de los seres humanos, y proveen normas básicas para aquellos que buscan un estilo de vida que concuerde con el ideal del Creador.

La caída del hombre en el pecado nada hizo para abrogar estas ordenanzas. En el resto de las Escrituras se recalca su permanente aplicabilidad (Gn. 3.16, 19; 4.1–2, 17, 25; 5.1ss; 9.7). Pero en realidad la caída del hombre afectó materialmente el contenido específico de la ley del AT. Además de las sanciones penales, fue necesario incorporar nuevas disposiciones para hacer frente a la situación radicalmente diferente creada por el pecado. El permiso otorgado por Moisés para el divorcio (Dt. 24.1ss) viene muy bien al caso. Esta disposición fue una concesión divina para las relaciones matrimoniales seriamente afectadas por los estragos del pecado, y de ninguna manera la anulación de la ordenanza matrimonial establecida en la creación (Gn. 2.24; Mt. 19.3ss). Tanto aquí como en otros lugares, debemos cuidarnos de no confundir la tolerancia de Dios con su aprobación; de la misma manera en que siempre debemos hacer una clara distinción entre la ética bíblica y cierto comportamiento equívoco del pueblo de Dios registrado en la Biblia.

(c) Los profetas. Los profetas del siglo VIII han sido aptamente denominados "los políticos del pacto". Desde los tiempos de Moisés las condiciones sociales habían variado dramáticamente. Los contemporáneos de Amós tenían casas de veraneo además de casas de invierno. El comercio en gran escala era floreciente. Había especulación financiera, y los prestamistas operaban en gran escala. Se arreglaban alianzas e intercambios culturales con naciones extranjeras. Aparentemente, las leyes emanadas del pacto poca ayuda podían ofrecer a aquellos que luchaban con los dilemas morales en un medio vastamente diferente. Pero los profetas se ocuparon de interpretar la ley, profundizando hasta llegar a sus principios básicos, y aplicando esos principios a los problemas morales concretos de su día.

En particular, se hicieron eco de la profunda preocupación de la ley en cuanto a la aplicación de la justicia social. Reflejando con mucha precisión el espíritu de preocupación del pacto por los débiles, Amós y Oseas desollan a aquellos que venden a los necesitados por un par de zapatos, aceptan soborno, usan pesas y medidas falsas, o en una palabra oprimen a los pobres (Am. 2.6; 5.12; Mi. 6.11). Juntamente con Isaías y Oseas, atacan de manera particularmente enfurecida a aquellos que procuran ocultar sus fracasos morales bajo una apariencia de observancias religiosas (Is. 1.10ss; Os. 6.6). Declaraban con palabras atronadoras que a Dios le resultaban nauseabundos los días festivos y las salmodias mientras florecían la injusticia y la iniquidad (Am. 5.21ss). El caminar humildemente a su lado comprende la práctica de la justicia y la misericordia (Mi. 6.8).

Los profetas también corregían cualquier desequilibrio que pudiera resultar del cumplimiento de las leyes del pacto. Por ejemplo, el acento que pone el pacto en la solidaridad corporativa puede haber enturbiado, en la mente de algunos, el concepto de la responsabilidad personal. Por ello Ezequiel, especialmente, pone mucho empeño en señalar que a los ojos de Dios cada individuo es moralmente responsable de sus acciones; nadie puede sencillamente echar la culpa de su mal proceder a la herencia y al ambiente (Ez. 18.20ss). Además, la preocupación especial de Dios para con Israel había fomentado en algunos un tipo de nacionalismo malsano y estrecho que los indujo a despreciar a los extranjeros. Los profetas aplicaban el necesario correctivo insistiendo en que las normas morales divinas se aplican en forma equilibrada. Su amor abraza tanto a los etíopes como a los israelitas (Am. 9.7), e Israel no ha de escapar de su juicio por el pecado alegando su posición especial como pueblo escogido del Señor; más aun, dice Amós, un conocimiento privilegiado de Dios trae aparejadas mayores responsabilidades y riesgos más grandes (Am. 1.1–3.2).

La enormidad del pecado, y la inmensidad de la sima existente entre el santo Dios y los hombres pecadores, impresionaron profundamente a los profetas (Hab. 1.13; Is. 6.3ss). Sin alguna acción especial de la gracia divina, sabían que no era posible construir ningún puente a través de esa brecha (Jer. 13.23). La renovación del hombre dependía de la actividad del Espíritu de Dios (Ez. 37.1ss), y de un nuevo tipo de ley que Dios mismo escribiría en los corazones de su pueblo (Jer. 31.31ss).



III. El Nuevo Testamento

(a) Los evangelios. Jesús evidenció gran respeto hacia la ley moral del AT; no vino a abolirla sino a cumplirla (Mt. 5.17ss). Pero él mismo no enseñaba como un legislador. Aun cuando expresó muchas de sus enseñanzas morales mediante imperativos (por ejemplo Mt. 5.39ss; Mr. 10.9), y enseñaba con la autoridad de un legislador (Mt. 7.24ss; Mr. 1.22), no era su propósito formular un código completo de reglas para la vida moral. La ley prescribe o prohíbe ciertas cosas específicas; a Jesús le interesaba dar a conocer e ilustrar el carácter general de la voluntad de Dios. La ley se ocupa de las acciones; Jesús se ocupó mucho más del carácter y los móviles que inspiran las acciones.

El análisis que hacía Jesús de las exigencias de la ley está bien ilustrado en el Sermón del monte. La ley prohibía el homicidio y el adulterio. Jesús (sin condonar, naturalmente, ni lo uno ni lo otro) ponía el dedo en los pensamientos y las actitudes que estaban por detrás de las acciones. El hombre que abrigaba un odio particular hacia su prójimo, o mentalmente desvestia a la esposa de este, movido por su concupiscencia, no podía, enseñaba Jesús, eludir la culpa moral alegando que no había transgredido la letra de la ley (Mt. 5.21s, 27s). Las Bienaventuranzas, con las que comienza el Sermón (versículo 3ss), subrayan este mismo punto. No constituyen una lista de reglas, sino un conjunto de felicitaciones dirigidas a aquellos cuya vida ejemplifica actitudes piadosas. A la inversa, los pecados que Jesús condena son principalmente los del espíritu, no los de la carne. Sorprendentemente, tiene poco que decir por ejemplo sobre la inconducta sexual. En dos ocasiones cuando se le plantearon casos de pecado sexual (Lc. 7.37ss; Jn. 8.3ss) deliberadamente desvió la atención hacia la mala intención de los denunciantes. Reservaba sus más hirientes reproches para las actitudes impropias de la mente y del corazón, como ser, la ceguera moral, la insensibilidad, y el orgullo (Mt. 7.3ss; Mr. 3.5; Lc. 18.9ss).

El modo en que Jesús ve el amor provee otra ilustración sobre la manera en que reforzaba y elaboraba la enseñanza moral del AT. Ambas partes de su conocida síntesis de la ley resumida en el amor (Mr. 12.28ss) fueron tomadas directamente de las páginas del AT (Dt. 6.4; Lv. 19.18). Pero se manifestó en contra de las convicciones raciales de muchos de sus contemporáneos, con su interpretación radical del segundo de estos mandamientos. Con demasiada frecuencia la frase "amarás a tu prójimo" se tomaba con el sentido de "amarás al prójimo comprendido en el pacto, y a nadie más". Por medio (especialmente) de la parábola del buen samaritano (Lc. 10.29ss), Jesús enseñó que el amor al prójimo debe extenderse a cualquier persona que necesite ayuda, con prescindencia de raza, credo, o cultura. Universalizó las demandas del amor.

Al exponer su posición sobre el amor al prójimo, Jesús señaló la gracia como su característica distintiva. Otras clases de amor—todas ellas tratadas positivamente en el NT—o son respuestas a algo atractivo en la persona amada (como ocurre con el deseo físico y la amistad), o la clase de amor que se limita a los miembros de un grupo (como la devoción familiar). El verdadero amor al prójimo, enseñó Jesús, funciona con independencia de toda cualidad amable en la persona objeto de ese amor. Lo despierta la necesidad, no el mérito, y no busca la reciprocidad (Lc. 6.32ss; 14.12ss). Tampoco se limita a ciertos grupos. Y en todas estas formas refleja el amor de Dios (Jn. 3.16; 13.34; Lc. 15.11ss; Gá. 2.20; 1 Jn. 4.7ss).

Cuando el escriba respondió entusiastamente al resumen que Jesús hizo de la ley, la réplica del Señor fue: "No estás lejos del reino de Dios" (Mr. 12.34). De manera que además de ser el elemento fundamental de la ley de Dios, el amor es la puerta de entrada a su reino, y las enseñanzas de Jesús respecto al reino están colmadas de significación ética. Los que entran en el reino son aquellos que se someten al gobierno de Dios; cuando llega su reino, se cumple su voluntad. Dios da a los que forman parte de su reino dirección y poder reales para poner en práctica decisiones éticas acertadas.

Es esta disponibilidad de un poder moral sobrenatural lo que justifica algunas de las demandas que hiciera Jesús, y que de otra manera resultan de imposible cumplimiento (Mt. 5.48). Jesús no era ningún triunfalista (el arrepentimiento se asocia también con el reino, Mr. 1.15), pero la mayoría de sus imperativos morales estaban dirigidos a aquellos que ya formaban parte del reino, con la implícita seguridad de que todos los que se someten al dominio de Dios pueden compartir su poder para convertir en acción sus convicciones éticas.

Dado que el reino es una realidad presente en Cristo, la guía y el poder del Rey están disponibles aquí y ahora. Pero debido al hecho de que también hay un sentido en que la plenitud de la venida del reino sigue siendo inminente, hay también una sostenida nota de urgencia en la enseñanza moral de Jesús. Cuando el gobierno de Dios sobre los hombres sea plenamente revelado habrá un juicio, y sólo un necio haría caso omiso de la nota de advertencia que emite el reino (Lc. 12.20). De ahí el llamado del evangelio al arrepentimiento (Mt. 4.17).

(b) El resto del Nuevo Testamento. Como es de esperar, las epístolas ofrecen claros paralelos con la enseñanza moral de los evangelios, aun cuando resulta sorprendente que en pocas ocasiones citan las palabras de Jesús (1 Co. 7.10; 9.14). Pero porque fueron escritas como respuestas prácticas a preguntas urgentes emanadas de iglesias vivientes, el tono de sus enseñanzas morales es ligeramente diferente. Al consultar los evangelios parecería que la enseñanza de Jesús giraba principalmente en torno a amplios principios generales, dejando que sus oyentes sacaran sus propias aplicaciones. Contrariamente, en las epístolas las aplicaciones a menudo se hacen en términos muy específicos. El pecado sexual, por ejemplo, se analiza en forma bastante detallada (1 Co. 6.9; 2 Co. 12.21), y los pecados de la lengua reciben un trato detallado similar (Ro. 1.29s; Ef. 4.29; 5.4; Col. 3.8; Stg. 3.5ss).

Otro aspecto distintivo de la enseñanza ética de las epístolas es la reaparición de los así llamados códigos domésticos (Ef. 5.22ss; Col. 3.18ss; 1 Ti. 2.8ss; Tit. 2.2ss; 1 P. 2.18ss). Estas son pequeñas porciones de enseñanza sobre las relaciones correctas, especialmente en el matrimonio, en el hogar, y en el trabajo. Están escritas en un tono notablemente conservador, lo mismo que ciertas secciones paralelas sobre las relaciones entre creyentes y autoridades seculares (Ro. 13.1ss; Tit. 3.1; 1 P. 2.13s). Por muy entusiastas que fueran los primitivos cristianos en su expectativa de la consumación del reino de Dios, es evidente que su entusiasmo no los llevó a rechazar las estructuras básicas de autoridad sobre las que se funda la vida de la sociedad. Aun en el libro de Apocalipsis, donde el velo del lenguaje apocalíptico que cubre la condenación por Juan del gobierno secular de Roma es claramente transparente, los santos son llamados a ser mártires y no revolucionarios. No obstante, el germen de los cambios sociales está presente en el NT, especialmente con respecto a las relaciones que son invitados a fomentar los cristianos entre sí en la iglesia (Gá. 3.28).

El tema del reino no se destaca tanto en las epístolas como en los evangelios, pero se evidencia el mismo énfasis en cuanto a la necesidad que tiene el hombre de la guía y el poder de Dios en lo que respecta a la vida moral. En las palabras de Pablo, la unión con Cristo (2 Co. 5.17), y la presencia interior del Espíritu (Fil. 2.13), elevan la vida moral del cristiano a un plano distinto. Alimentado por la Palabra de Dios (He. 5.14), el creyente redimido recibe una mayor medida de perspicacia para discernir entre el bien y el mal (Ro. 12.2); y siendo que el Espíritu mora en él, dispone de un nuevo poder para hacer lo que sabe que debe hacer.

Se dice, a veces, que debido a su rebelión en contra del legalismo judío, y alentado por su confianza en el poder del Espíritu para informar y transformar al creyente cristiano, Pablo (especialmente) sostenía que la ley moral del AT se había vuelto obsoleta en Cristo. Efectivamente, hay pasajes en las epístolas que, tomados aisladamente, podrían sugerir este punto de vista (por ejemplo Gá. 3.23ss; Ro. 7.6; 10.4; 2 Co. 3.6), pero es importante reconocer que Pablo usa la palabra "ley" de distintas maneras. Donde la utiliza telegráficamente para referirse a la "justificación por la ley" (por ejemplo Ro. 10.4), es evidente que considera tanto obsoleto como peligroso para el cristiano el procurar vivir por la ley. Pero donde usa la palabra simplemente para indicar la expresión de la voluntad de Dios (por ejemplo Ro. 7.12) se vuelve mucho más positivo. Sin turbación alguna cita el Decálogo (por ejemplo Ef. 6.2s), y escribe con libertad acerca de un principio legal que se hace efectivo en la vida cristiana (Ro. 8.2; 1 Co. 9.21; Gá. 6.2; Stg. 1.25; 2.12). Aquí, como en otras partes, las enseñanzas del NT encajan con las del AT. Hasta donde contiene las demandas morales básicas de Dios, la ley mantiene su validez, porque sólo él expresa en su persona y voluntad todo lo que es bueno y justo.