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Escatología

Del gr. esjatos, ‘último’. Este término se refiere a la doctrina de las últimas cosas”. Contrastando con las concepciones cíclicas de la historia, los escritos bíblicos entienden la historia como un movimiento lineal en dirección a una meta. Dios dirige la historia hacia el cumplimiento definitivo de sus propósitos para la creación. De manera que la escatología bíblica no se limita al destino del individuo; tiene que ver con la consumación de toda la historia del mundo, hacia la cual se dirigen todos los actos redentores de Dios en la historia.



I. La perspectiva veterotestamentaria

El carácter futurista de la fe judía tiene su origen en el llamado de Abraham (Gn. 12.1–3) y la promesa de la tierra a heredar, pero en el mensaje de los profetas es donde radica su pleno carácter escatológico, que se proyecta hacia una meta final permanente conforme al propósito de Dios en la historia. La expresión profética “día de Jehová” (acompañada de una serie de expresiones similares tales como “en aquel tiempo [día]”) se refiere al hecho futuro de la acción decisiva de Dios respecto al juicio y la salvación en el campo de la historia. Para los profetas está siempre estrechamente relacionado con el contexto histórico del momento, y de ninguna manera se refiere necesariamente a los días finales de la historia. Sin embargo, en forma creciente surge el concepto de una resolución final de la historia: un día de juicio más allá del cual Dios establece una era permanente de salvación. Una escatología plenamente trascendente, que espera un acto de Dios directo y universal, más allá de las posibilidades de la historia común, que da lugar a un mundo radicalmente transformado, es característica de la apocalíptica, que ya se vislumbra en varias partes de los libros proféticos.

Los profetas describen con frecuencia la era escatológica de salvación que se halla más allá del juicio. Fundamentalmente es la era en la cual ha de prevalecer la voluntad de Dios. Las naciones han de servir al Dios de Israel y conocerán su voluntad (Is. 2.2s = Mi. 4.1s; Jer. 3.17; Sof. 3.9s; Zac. 8.20–23). Habrá paz y justicia internacionales (Is. 2.4 = Mi. 4.3), y paz en la naturaleza (Is. 11.6;65.25). El pueblo de Dios tendrá seguridad (Mi. 4.4; Is. 65.21–23) y prosperidad (Zac. 8.12). La ley de Dios será escrita en sus corazones (Jer. 31.31–34; Ez. 36.26s). Se asocia frecuentemente con la era escatológica al rey davídico que ha de gobernar a Israel (y, a veces, a las naciones) como representante de Dios (Is. 9.6s; 11.1–10; Jer. 23.5s; Ez. 34.23s; 37.24s;Mi. 5.2–4; Zac. 9.9s). Un aspecto sobresaliente de estas profecías es que el Mesías ha de reinar enjusticia. En el AT todavía no se usa “Mesías” [Cristo] como término técnico para el reyescatológico.) Otras figuras “mesiánicas” en la esperanza veterotestamentaria son el “uno como un hijo de hombre” (Dn. 7.13), el representante celestial de Israel, quien recibe el dominio universal, el Siervo sufriente (Is. 53), y el profeta escatológico (Is. 61.1–3).

Generalmente la acciónes catológica de juicio y salvación se lleva a cabo con la venida personal de Dios mismo (Is. 26.21; Zac. 14.5; Mal. 3.1–5).



II. La perspectiva neotestamentaria.

El carácter distintivo de la escatología neotestamentaria está determinado por la convicción de que en la historia de Jesucristo el acto escatológico decisivo de Dios ya se ha realizado, aunque de manera tal que la consumación del mismo sigue siendo futura. Hay en la escatologia neotestamentaria tanto un “ya” de cumplimiento realizado, como un “todavía no” de promesas pendientes. Existe tanto un aspecto “realizado” como un aspecto “futuro” en la escatología neotestamentaria que, como consecuencia, probablemente podría describirse con más propiedad mediante la expresión “escatologíainaugurada”; La nota de cumplimiento escatológico ya iniciado significa que la escatología veterotestamentaria se ha convertido en realidad presente, en alguna medida, para el NT. Los “últimos días” de los profetas han llegado: porque Cristo fue “manifestado en los postreros tiempos” (1 P. 1.20); Dios “en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (He. 1.2); los cristianos son aquellos “a quienes han alcanzado los fines de los siglos” (1 Co. 10.11); “es el último tiempo” (1 Jn. 2.18); también Hch. 2.17; He. 6.5. Por lo demás, los escritores del NT se oponen a la fantasía de que el cumplimiento ya se ha completado (2 Ti. 2.18).

Es importante conservar la unidad teológica de la obra redentora de Dios, pasada, presente, y futura, “ya” y “todavía no”. Con demasiada frecuencia la teología tradicional ha mantenido separados estos aspectos: por un lado la obra terminada de Cristo, y por el otro las “últimas cosas”. Según la perspectiva neotestamentaria las “últimas cosas” comenzaron con el ministerio de Jesús. La obra histórica de Cristo asegura, requiere, y apunta hacia la consumación futura del reino de Dios. La esperanza cristiana para el futuro se desprende de la obra histórica de Cristo. La iglesia cristiana vive entre el “ya” y el “todavía no”, envuelta en el movimiento progresivo del cumplimiento escatológico.

La escatología inaugurada ya se descubre en la proclamación de Jesús acerca del reino de Dios. Jesús modifica la expectativa puramente futura de la apocalíptica judía mediante su mensaje de que el gobierno escatológico de Dios ya se ha acercado (Mt. 3.17). El poder del mismo ya actúa en las acciones victoriosas de Jesús sobre el reino del mal (Mt. 12.28s). En la persona misma de Jesús y su misión está presente el reino de Dios (Lc. 17.20s), exigiendo respuesta, de manera que la participación del hombre en el futuro del reino está determinada por su respuesta a Jesús en el presente (Mt. 10.32s). Así Jesús hace del reino una realidad presente que, sin embargo, sigue siendo futura (Mr. 9.1; 14.25).

El carácter escatológico de la misión de Jesús tuvo su confirmación en la resurrección. La
resurrección es un hecho escatológico que pertenece a la expectativa veterotestamentaria del destino final del hombre, de manera que la inesperada resurrección del hombre Jesús, antes que todos los demás, determinó la convicción de la iglesia de que el fin ya había comenzado. Él ya se ha levantado de los muertos como las “primicias” de los muertos (1 Co. 15.20). Jesús ya ha entrado, en nombre de su pueblo, en la vida eterna de la era escatológica; ha dado el paso inicial como pionero (He. 12.2) para que otros lo puedan seguir. En las palabras de Pablo, él es el “postrer Adán” (1 Co. 15.45), el Hombre escatológico. Para todos los demás hombres la salvación escatológica significa ahora compartir su humanidad escatológica, su vida de resurrección.

De manera que para los escritores del NT, la muerte y la resurrección de Jesús constituyen el acontecimiento escatológico absolutamente decisivo que determina la esperanza cristiana para el futuro: véase, por ejemplo, Hch. 17.31; Ro. 8.11; 2 Co. 4.14; 1 Ts. 4.14. Esto explica el segundo aspecto que distingue a la escatología neotestamentaria. Además de su característica tensión entre el “ya” y el “todavía no”, la escatología del NT se distingue por ser totalmente cristocéntrica. El papel de Jesús en la escatología neotestamentaria va mucho más allá del papel del Mesías según la esperanza veterotestamentaria, o la judaica de épocas posteriores. No hay ninguna duda de que él es el Hijo del hombre celestial (Dn. 7), el profeta escatológico (Is. 61; cf. Lc. 4.18–21), el Siervo sufriente (Is.53), y aun el rey davídico, aun cuando no como lo esperaban sus contemporáneos.

Pero la concentración neotestamentaria del cumplimiento escatológico en Jesús refleja no solamente el cumplimiento por su parte de estos papeles esencialemente escatológicos. Para la teología neotestamentaria Jesús expresa tanto la obra escatológica de salvación del propio Dios, como también el destino escatológico del hombre. En consecuencia, él es, por un lado, el Salvador y el Juez, el Vencedor sobre el mal, el Agente del gobierno de Dios, y el Mediador de la presencia escatológica de Dios ante los hombres: él es en sí mismo el cumplimiento de las expectativas veterotestamentarias de la venida escatológica de Dios mismo (cf. Mal. 3.1 con Lc. 1.76; 7.27). Por el otro lado, él es, también, el Hombre escatológico: no sólo ha logrado sino que define, en su propia humanidad resucitada, el destino escatológico de todos los hombres. De modo que ahora la afirmación más acertada en cuanto a nuestro destino es que seremos como él (Ro. 8.29; 1 Co. 15.49; Fil. 3.21; 1 Jn. 3.2). Por estas dos razones la esperanza del cristiano se centra en la venida de Jesucristo.

En todos los escritos del NT, la escatología ostenta estas dos características distintivas: ha sido inaugurada y es cristocéntrica. Sin embargo, existen diferencias de énfasis, especialmente en cuanto al peso relativo que se le acuerda a las expresiones “ya” y “todavía no”. El cuarto evangelio destacamarcadamente tanto la escatología realizada como la identificación de la salvación escatológica con Jesús mismo (véase, por ejemplo, 11.23–26), pero no elimina la esperanza futura (5.28s; 6.3–9, etc.).



III. La vida cristiana y la esperanza.

El cristiano vive entre el “ya” y el “todavía no”, entre la resurrección de Cristo y la futura resurrección general en el momento de la venida de Cristo. Esto explica la estructura distintiva de la existencia cristiana, fundada en la obra terminada de Cristo en el pasado histórico y, al mismo tiempo, desenvolviéndose en la esperanza del futuro que se nutre de esa misma historia pasada, y es garantizada por ella. La estructura se ve, por ejemplo, en la Cena del Señor, donde el Señor resucitado está presente en medio de su pueblo en un acto de “recordación” de su muerte, que es a la vez un simbólico anticipo del banquete escatológico del futuro, que da testimonio, por lo tanto, de la esperanza de su venida.

El período que transcurre entre el “ya” y el “todavía no” es el período del Espíritu y el período de la iglesia. El Espíritu es el regalo escatológico prometido por los profetas (Hch. 2.16–18), por medio del cual los cristianos participan ya de la vida eterna de la era venidera. El Espíritu es el creador de la iglesia, el pueblo escatológico de Dios, que ya ha sido transferido de la potestad de las tinieblas al reino de Cristo (Col. 1.13). Por medio del Espíritu presente en la iglesia la vida de la era venidera ya se está viviendo en medio de la historia de este presente siglo malo (Gá. 1.4).

Así, en un sentido, la nueva era y la era pasada se superponen; la nueva humanidad del postrer Adán coexiste con la vieja humanidad del primer Adán. Por la fe sabemos que la vieja era va pasando y que está sujeta a juicio, y que la futura depende de la nueva realidad de Cristo.

El proceso del cumplimiento escatológico en la superposición de las edades comprende la misión de la iglesia, que cumple el universalismo de la esperanza veterotestamentaria. La muerte y la resurrección de Cristo constituyen un acontecimiento escatológico de significación universal que, sin embargo, debe cumplirse universalmente en la historia mediante la proclamación mundial del evangelio por la iglesia (Mt. 28.18–20; Mr. 13.10; Col. 1.23). Sin embargo, la línea divisoria entre la era antigua y la nueva no corre sencillamente entre la iglesia y el mundo; corre a través de la iglesia y a través de la vida del cristiano individual.

Estamos siempre en proceso de transición del antiguo al nuevo, viviendo en tensión escatológica entre el “ya” y el “todavía no”. Somos salvos, y no obstante seguimos aguardando la salvación. Dios nos ha justificado, ha anticipado el veredicto del juicio final al declararnos absueltos por medio de Cristo. Sin embargo todavía “aguardamos por fe la esperanza de la justicia” (Gá. 5.5). Dios nos ha dado el Espíritu por medio del cual compartimos la vida de resurrección de Cristo. Pero el Espíritu es solamente el primer anticipo (2 Co. 1.22; 5.5; Ef. 1.14) de la herencia escatológica, el pago inicial que garantiza el pago total. El Espíritu constituye las primicias (Ro. 8.23) de la cosecha total. Por lo tanto, en la presente existencia cristiana todavía conocemos lo que significa la lucha entre la carne y el Espíritu (Gá. 5.13–26), entre la naturaleza que heredamos del primer Adán y la nueva naturaleza que recibimos del postrer Adán, todavía estamos a la espera de la redención de nuestro cuerpo en el momento de la resurrección (Ro. 8.23; 1 Co. 15.44–50), y la perfección sigue siendo la meta hacia la cual proseguimos (Fil. 3.10–14). La tensión entre el “ya” y el “todavía no” representa una realidad existencial de la vida cristiana. Por esta misma razón la vida cristiana incluye el sufrimiento. En esta era los cristianos necesariamente deben compartir los sufrimientos de Cristo, para que en la era futura puedan compartir su gloria (Hch. 14.22; Ro. 8.17; 2 Co. 4.17; 2 Ts. 1.4s; He. 12.2; 1 P. 4.13; 5.10; Ap. 2.10), la “gloria” pertenece al “todavía no” de la existencia cristiana. Esto se debe tanto al hecho de que todavía estamos en este cuerpo mortal, como también porque la iglesia aún permanece en el mundo donde Satanás tiene el dominio. Por lo tanto, su misión es inseparable de la persecución, así como lo fue la de Cristo (Jn. 15.18–20).

Es importante notar que la escatología del NT nunca se reduce a mera información acerca del futuro.

La esperanza futura siempre tiene pertinencia para la vida cristiana presente. Por este motivo se la toma repetidamente como base para las exhortaciones para que la vida cristiana concuerde con la esperanza cristiana (Mt. 5.3–10, 24s; Ro. 13.11–14; 1 Co. 7.26–31; 15.58; 1 Ts. 5.1–11; He. 10.32–39; 1 P. 1.13; 4.7; 2 P. 3.14; Ap. 2s). La vida cristiana se caracteriza por su orientación hacia el momento cuando el gobierno de Dios ha de prevalecer finalmente en todo el universo (Mt. 6.10), y por consiguiente los cristianos han de representar esa realidad frente a todo el dominio aparente de la iniquidad en la era actual. Han de esperar aquel día en solidaridad con el vehemente deseo de la creación toda (Ro. 8.18–25; 1 Co. 1.7; Jud. 21), y han de sufrir aguantando con paciencialas contradicciones de la hora actual. La capacidad de resistir es la virtud que el NT más a menudo asocia con la esperanza cristiana (Mt. 10.22; 24.13; Ro. 8.25; 1 Ts. 1.3; 2 Ti. 2.12; He. 6.11s; 10.36; Stg. 5.7–11; Ap. 1.9; 13.10; 14.12). A través de la tribulación de la presente era, el cristiano aguanta, incluso regocijándose (Ro. 12.12), con la fortaleza de la esperanza que, fundada en la resurrección del Cristo crucificado, le asegura que el camino de la cruz es el camino hacia el reino. El creyente cuya esperanza está cimentada en los valores permanentes del futuro reino de Dios se verá liberado de la esclavitud en la que viven los materialistas de este mundo (Mt. 6.33; 1 Co. 7.29–31; Fil. 3.18–21; Col. 3.1–4). El cristiano cuya esperanza es que Cristo finalmente lo presentará perfecto delante de su Padre (1 Co. 1.8; 1 Ts. 3.13; Jud. 24) se esforzará por alcanzar esa perfección en el presente (Fil. 3.12–15; He. 12.14; 2 P. 3.11–14; 1 Jn. 3.3). Ha de vivir en constante vigilancia (Mt. 24.42–44; 25.1–13; Mr. 13.33–37; Lc. 21.34–36; 1 Ts. 5.1–11; 1 P. 5.8; Ap.16.15), como siervo que espera diariamente el regreso de su amo (Lc. 12.35–48). La esperanza cristiana no es utópica. El reino de Dios no se construye mediante el esfuerzo humano; es obra de Dios mismo. No obstante, puesto que el reino representa la consumación perfecta de la voluntad de Dios para la sociedad humana, será a la vez el móvil para la acción social cristiana en el presente. En la hora actual el reino se anticipa principalmente en la iglesia, la comunidad de aquellos que reconocen al Rey, pero la acción social cristiana para el cumplimiento de la voluntad de Dios en el seno de la sociedad en general será también señal del reino que se avecina. Los que oran por la venida del reino (Mt. 6.10) no pueden menos que poner por obra dicha oración hasta donde les sea posible. Lo harán, sin embargo, con ese realismo escatológico que reconoce que todos los anticipos del reino en esta era serán provisorios e imperfectos, que el reino venidero no debe nunca confundirse con las estructuras sociales y políticas de la presente era (Lc. 22.25–27; Jn. 18.36), y estas últimas con frecuencia incluirán oposición satánica al reino (Ap. 13.17). De esta manera los cristianos no sufrirán desilusión ante los fracasos humanos, sino que persistirán en su confianza en la promesa de Dios. El utopismo humano tiene que redescubrir su verdadera meta en la esperanza cristiana, y no a la inversa.



IV. Señales de los tiempos

El NT sostiene insistentemente que la venida de Cristo es inminente (Mt. 16.28; 24.33; Ro. 13.11s; 1 Co. 7.29; Stg. 5.8s; 1 P. 4.7; Ap. 1.1; 22.7, 10, 12, 20). Esta inminencia temporal, sin embargo, está condicionada por la creencia de que “antes” deben producirse ciertos acontecimientos (Mt. 24.14; 2 Ts. 2.2–8), y especialmente por la clara enseñanza de que la fecha del fin no puede ser conocida de antemano (Mt. 24.36, 42; 25.13; Mr. 13.32s; Hch. 1.7). Todo cálculo queda eliminado, y los creyentes viven en diaria expectativa precisamente porque la fecha no puede ser conocida. La inminencia tiene menos que ver con fechas que con la relación teológica entre el cumplimiento futuro, y la historia pasada de Cristo y la situación actual de los cristianos. El “ya” promete, garantiza, exige el “todavía no”, de manera que la venida de Cristo ejerce una presión continua sobre el presente, haciendo que la vida cristiana se oriente hacia ella. Esta relación teológica explica el característico escorzamiento de la perspectiva en la profecía de Jesús sobre el juicio de Jerusalén (Mt. 24; Mr. 13; Lc. 21) y en la profecía de Juan acerca del juicio de la Roma pagana (Ap.); estos dos juicios se vislumbran como acontecimientos relacionados con el triunfo final del reino de Dios, por la sencilla razón de que teológicamente lo son, cualquiera sea el lapso cronológico entre ellos y el fin. Es precisamente porque se acerca el reino de Dios que los poderes de este mundo son juzgados incluso en el transcurso de la historia de esta era. Todos los juicios de esta naturaleza constituyen anticipos del juicio final.

Porque es el futuro de la iglesia, la venida de Cristo debe servir de inspiración a la iglesia actual, sea cual fuere la cercanía o lejanía del momento de su realización. Por lo tanto, en este sentido, la esperanza cristiana en el NT no se ve afectada por la supuesta “tardanza de la parusía”, que algunos entendidos han creído ver como un importante aspecto de la formulación teológica cristiana primitiva. La “tardanza” se refleja explícitamente sólo en 2 P. 3.1–10 ( Jn.21.22s): allí se demuestra que ella tiene su propia base lógica en la paciente longanimidad de Dios (Ro. 2.4).

Algunos exegetas creen que el NT ofrece “señales” por medio de las cuales la iglesia será advertida en cuanto a la proximidad del fin (Mt. 24.3). Lo que más apoya esta idea es la parábola de Jesús basada en la higüera, con la lección que se desprende de ella (Mt. 24.32s; Mr. 13.28s; Lc. 21.28–31). Sin embargo, las señales de referencia parecen ser ya sea la caída de Jerusalén (Lc. 21.5–7, 20–24), que, si bien advierte en cuanto al acercamiento del fin, no proporciona ninguna indicación temporal, o características de toda esta era desde la resurrección de Cristo hasta el fin: falsos enseñadores (Mt. 4.4s, 11, 24s; cf. 1 Ti. 4.1; 2 Ti. 3.1–9; 2 P. 2.1–3; 1 Jn. 2.18s; 4.3); guerras (Mt. 24.6s;cf. Ap. 6.4); catástrofes naturales (Mt. 24.7; cf. Ap. 6.5–8 ); persecución de la iglesia (Mt. 24.9s;cf. Ap. 6.9–11), y la predicación mundial del evangelio (Mt. 24.14). Todas estas son señales mediante las cuales la iglesia en cada período de la historia sabe que vive en la época del fin, pero no proporcionan una cronología escatológica. Únicamente la venida de Cristo en sí misma constituye inequívocamente el fin (Mt. 24.27–30). No obstante, el NT afirma que el período de testimonio de la iglesia alcanza un punto culminante y final con la aparición del anticristo y una época de tribulación sin precedentes (Mt. 24.21s; Ap. 3.10; 7.14).

No hay duda de que el hecho de la no aparición del anticristo constituye para Pablo una indicación de que el fin todavía no está a las puertas (2 Ts. 2.3–12). El anticristo representa el principio de la oposición satánica al gobierno de Dios en forma activa a través de la historia (por ejemplo en la persecución de creyentes judíos bajo Antíoco Epífanes: Dn. 8.9–12, 23–25; 11.21ss), pero especialmente en los últimos tiempos, la edad de la iglesia (1 Jn. 2.18). La victoria de Cristo sobre el mal, ya lograda en principio, se manifiesta en esta edad principalmente en el testimonio de sufrimiento de la iglesia; solamente cuando llegue el fin será completa su victoria por la eliminación de los poderes de la iniquidad. Por lo tanto en esta edad el éxito del testimonio de la iglesia siempre va acompañado por una creciente violencia en la oposición satánica (Ap. 12).

El mal alcanzará su crescendo final en el último anticristo, quien es a la vez un falso mesías o profeta, inspirado por Satanás para obrar falsos milagros (2 Ts. 2.9; cf. Mt. 24.24; Ap. 13.11–15), y un poder político persecutorio que en forma blasfema se adjudica honores divinos (2 Ts. 2.4; Dn. 8.9–12, 23–25; 11.30–39; Mt. 24.15; Ap. 13.5–8). Es digno de notar que, mientras Pablo provee un bosquejo de esta última personificación humana de la iniquidad (2 Ts. 2.3–12), otras referencias neotestamentarias encuentran que el anticristo ya está presente en ciertos enseñadores heréticos (1 Jn. 2.18s, 22; 4.3) o en las pretensiones político-religiosas del imperio romano al perseguir a la iglesia (Ap. 13). La culminación final se anticipa en cada gran crisis de la historia de la iglesia.



V. La venida de Cristo

La esperanza cristiana se centra en la venida de Cristo, que puede describirse como su “segunda” venida (He. 9.28). Por consiguiente, la expresión veterotestamentaria, “el día de Jehová”, que en el NT se usa para describir el acontecimiento relacionado con el cumplimiento final (1 Ts. 5.2; 2 Ts. 2.2; 2 P. 3.10; “el día de Dios”, 2 P. 3.12; “aquel gran día del Dios Todopoderoso”, Ap. 16.14), es característicamente “el día del Señor Jesús” (1 Co. 5.5; 2 Co. 1.14; 1 Co. 1.8; Fil. 1.6, 10;2.16). La venida de Cristo se conoce como su parusía (“venida”), su apokalypsis (“revelación”) y suepifaneia (“aparición”). La palabra parusía significa “presencia” o “llegada”, y se usaba en el griego helenístico para las visitas de dioses y gobernantes. La parusía de Cristo será la venida personal del mismo Jesús de Nazaret que ascendió al cielo (Hch. 1.11); pero será un acontecimiento universalmente evidente (Mt. 24.27), una venida en poder y gloria (Mt. 24.30), para destruir al anticristo y la iniquidad (2 Ts. 2.8), para reunir a su pueblo, tanto los vivos como los muertos (Mt. 24.31; 1 Co. 15.23; 1 Ts. 4.14–17; 2 Ts. 2.1), y para juzgar al mundo (Mt. 25.31; Stg. 5.9). Su venida será, también, un apokalypsis, un “quitar el velo”, una “revelación”, cuando el poder y la gloria que ahora le son propios en virtud de su exaltación y sesión celestial (Fil. 2.9; Ef. 1.20–23; He. 2.9) serán revelados ante todo el mundo. El reinado de Cristo como Señor, actualmente invisible al mundo, se hará visible en ese momento por su apokalypsis.



VI. La resurrección

A la venida de Cristo, los creyentes que hayan muerto serán levantados (1 Co. 15.23; 1 Ts. 4.16), y los que vivan en ese momento serán transformados (1 Co. 15.52; cf. 1 Ts. 4.17), pasarán a la misma vida de resurrección que los otros sin morir.

La creencia en la resurrección de los muertos ya se evidencia en algunos textos del AT (Is. 25.8; 26.19; Dn. 12.2), y es tema común en la literatura intertestamentaria. Tanto Jesús (Mr. 12.18–27) como Pablo (Hch. 23.6–8) concordaban en este punto con los fariseos contra los saduceos, quienes negaban que hubiese resurrección. Sin embargo, la esperanza cristiana de la resurrección está decisivamente basada en la resurrección de Jesús, de donde Dios es conocido como el “Dios que resucita a los muertos” (2 Co. 1.9). Jesús, en su resurrección, “quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad” (2 Ti. 1.10). Él es “el que vive”, que murió y ahora vive por los siglos de los siglos, el que tiene “las llaves de la muerte” (Ap. 1.18). La resurrección de Jesús no fue una mera reanimación de un cadáver. Fue un ingreso en la vida escatológica, a una existencia transformada, fuera del alcance de la muerte. En ese sentido, fue el comienzo de la resurrección escatológica (1 Co. 15.23). El hecho de que Jesús haya resucitado ya garantiza la futura resurrección de los creyentes cuando él venga (Ro. 8.11; 1 Co. 6.14; 15.20–23; 2Co. 4.14; 1 Ts. 4.14).

La vida escatológica, la vida del Cristo resucitado, ya les es comunicada a los creyentes en esta vida por su Espíritu (Jn. 5.24; Ro. 8.11; Ef. 2.5s; Col. 2.12; 3.1), y esto también es garantía de su futura resurrección (Jn. 11.26; Ro. 8.11; 2 Co. 1.22; 3.18; 5.4s). Pero la transformación del creyente por el Espíritu a la gloriosa imagen de Cristo es incompleta en esta era, porque su cuerpo
sigue siendo mortal. La futura resurrección será la consumación de su transformación a la imagen de Cristo, que ha de caracterizarse por la incorrupción, la gloria, y el poder (1 Co. 15.42–44). La vida de resurrección no es “carne y sangre” (1 Co. 15.20) sino “un cuerpo espiritual” (1 Co. 15.44), un cuerpo enteramente vitalizado y transformado por el Espíritu del Cristo resucitado. De la lectura de 1 Co. 15.35–54 queda aclarado que la continuidad entre la existencia presente y la vida deresurrección es la continuidad de la identidad personal, independiente de la identidad física.

Según el pensamiento neotestamentario, la inmortalidad pertenece intrínsicamente tan sólo a Dios (1 Ti. 6.16), mientras que los hombres, por descender de Adán, son naturalmente mortales (Ro. 5.12). La vida eterna es la dádiva de Dios a los hombres por medio de la resurrección de Cristo. Solamente en Cristo y por medio de su futura resurrección podrán los hombres adquirir aquella plena vida escatológica que existe más allá del alcance de la muerte. La resurrección es, pues, equivalente a la consecución final de la salvación escatológica por el hombre.

Por consiguiente los condenados no serán resucitados en este sentido pleno de resurrección a la vida eterna. La resurrección de los condenados se menciona sólo ocasionalmente en las Escrituras (Dn. 12.2; Jn. 5.28s; Hch. 24.15; Ap. 20.5, 12s; cf. Mt. 12.41s), como el medio de su condenación en el juicio.



VII. El estado de los muertos

La esperanza cristiana para la vida más allá de la muerte no está basada en la creencia de que una parte del ser humano sobrevive la muerte. Todos los hombres, por su descendencia de Adán, son naturalmente mortales. La inmortalidad es el don de Dios, que será alcanzado a través de la resurrección de la totalidad de la persona.

Por lo tanto, la Biblia toma muy en serio la cuestión de la muerte, y no la considera una ilusión. Es la consecuencia del pecado (Ro. 5.12; 6.23), un mal (Dt. 30.15, 19) del cual los hombres huyen aterrorizados (Sal. 55.4s). Es enemigo de Dios y el hombre, y la resurrección es, pues, la gran victoria de Dios sobre la muerte (1 Co. 15.54–57). La muerte es “el postrer enemigo que será destruido” (1 Co. 15.26), abolido, en principio, mediante la resurrección de Cristo (2 Ti. 1.10), para ser definitivamente destruido en el día final (Ap. 20.14; cf. Is. 25.8). Sólo porque la resurrección de Cristo garantiza la futura resurrección de los cristianos estos se ven libres del temor de la muerte (He. 2.14s), y pueden contemplarla como un sueño del cual despertarán (1 Ts.
4.13s; 5.10), o también como un partir para estar con Cristo (Fil. 1.23).

El AT describe el estado de los muertos como una existencia en el Seol, el sepulcro, o el mundo inferior. Pero la existencia en el Seol no es vida. Es un lugar de tinieblas (Job 10.21s) y de silencio (Sal. 115.17), en el cual no hay memoria de Dios (Sal. 6.5; 30.9; 88.11; Is. 38.18). Los muertos en el Seol se encuentran separados de Dios (Sal. 88.5), fuente de la vida. Sólo ocasionalmente se vislumbra en el AT una esperanza de verdadera vida más allá de la muerte, de vida fuera del alcance del Seol en la presencia de Dios (Sal. 16.10s; 49.15; 73.24; y posiblemente Job 19.25s). Probablemente el ejemplo de Enoc (Gn. 5.24; Elías, 2 R. 2.11) ayudó a alentar esta esperanza. Una doctrina clara de la resurrección la encontramos únicamente en Is. 26.19; Dn. 12.2.

El “Hades” es el equivalente neotestamentario del Seol (Mt. 1 1.23; 16.18; Lc. 10.15; Hch. 2.27, 31;Ap. 1.18; 6.8; 20.13s), que en la mayoría de los casos se refiere a la muerte o al poder de la muerte. En Lc. 16.23 es el lugar de tormentos para los inicuos después de la muerte, de acuerdo con cierta corriente de pensamiento judío de la época, pero es dudoso el que este uso parabólico de ideas corrientes pueda aceptarse como enseñanza respecto al estado de los muertos. En 1 P. 3.19 se describe a los muertos que perecieron en el diluvio como “los espíritus encarcelados” (cf. 4.6).La esperanza neotestamentaria para los muertos en Cristo se centra en su participación en la resurrección (1 Ts. 4.13–18), y, por lo tanto, hay escasas pruebas de alguna creencia acerca del “estado intermedio”. Los pasajes que indican o podrían indicar que los creyentes que han muerto están con Cristo son Lc. 23.43; Ro. 8.38s; 2 Co. 5.8; Fil. 1.23; cf. He. 12.23. El difícil pasaje de 2 Co. 5.2–8 podría significar que Pablo concibe la existencia entre la muerte y la resurrección como una existencia incopórea en la presencia de Cristo.



VIII. El juicio

El NT insiste en la perspectiva del juicio divino como, además de la muerte, el único hecho inevitable en el futuro de todo hombre: “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (He. 9.27). Este hecho expresa la santidad del Dios de la Biblia, cuya voluntad moral ha de prevalecer, y ante quien por lo tanto toda criatura responsable debe al final ser juzgada según que haya sido obediente o rebelde. Cuando la voluntad de Dios finalmente prevalezca al venir Cristo, tiene que haber una separación entre los que resultan obedientes hasta el fin y los que hasta el fin permanecen rebeldes, de modo que el reino de Dios incluirá a los primeros y excluirá a los segundos para siempre jamás. Este juicio final no ocurre durante el curso de la historia, aunque hay juicios provisionales en la historia, mientras que Dios en su paciencia da a todos los hombres el tiempo necesario para que se arrepientan (Hch. 17.30s; Ro. 2.4; 2 P. 3.9). Pero al final la verdadera posición de cada hombre delante de Dios debe salir a la luz.

El Juez es Dios (Ro. 2.6; He. 12.23; Stg. 4.12; 1 P. 1.17; Ap. 20.11) o Cristo (Mt. 16.27; 25.31; Jn. 5.22; Hch. 10.42; 2 Ti. 4.1, 8; 1 P. 4.5; Ap. 22.12). Es Dios quien juzga por intermedio de su agente escatológico, Cristo (Jn. 5.22, 27, 30; Hch. 17.31; Ro. 2.16). El tribunal de Dios (Ro. 14.10) y el tribunal de Cristo (2 Co. 5.10) son, por lo tanto, equivalentes. (El juicio encomendado a los santos, según Mt. 19.28; Lc. 22.30; 1 Co. 6.2s; Ap. 20.4, significa la autoridad que tienen para gobernar con Cristo en su reino, no para ejercer alguna función en el juicio final.)

La norma para el juicio es la justicia imparcial de Dios, de conformidad con las obras de los hombres (Mt. 16.27; Ro. 2.6, 11; 2 Ti. 4.14; 1 P. 1.17; Ap. 2.23; 20.12; 22.12). Esto es verdad aun para los creyentes: “Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Co. 5.10).El juicio será de acuerdo a la luz de que haya disfrutado cada hombre (Jn. 9.41); según que tengan o no la ley de Moisés (Ro. 2.12), o el conocimiento natural de las normas morales de Dios (Ro. 2.12–16); pero amparándose en estas normas ningún hombre podrá ser declarado justo delante de Dios deacuerdo a sus obras (Ro. 3.19s). No hay ninguna esperanza para el hombre que procure justificarse a sí mismo en el juicio.

Hay esperanza, sin embargo, para el hombre que procura obtener su justificación de Dios (Ro. 2.7). El evangelio revela aquella justicia que no se demanda de los hombres sino que es dada a los hombres por intermedio de Cristo. En la muerte y resurrección de Cristo, Dios en su misericordioso amor ya ha dictado su sentencia escatológica a favor de los pecadores, absolviéndolos por amor a Cristo, ofreciéndoles en Cristo aquella justicia que ellos nunca hubieran podido lograr. Así el hombre que tiene fe en Cristo está libre de toda condenación (Jn. 5.24; Ro. 8.33s). El criterio final en el juicio es, por lo tanto, la relación del hombre con Cristo (Mt. 10.32s). Este es el significado del “libro de la vida” (Ap. 20.12, 15; el libro de la vida del Cordero, Ap. 13.8). Lo que Pablo quiere decir en su doctrina de la justificación es que en Cristo, Dios ha anticipado el veredicto del juicio final, y ha dictado la absolución de los pecadores que confíen en Cristo. Muy similar es la doctrina de Juan de que el juicio se lleva a cabo en el momento en que los hombres creen o no creen en Cristo (Jn. 3.17–21; 5.24). El juicio final sigue siendo un hecho escatológico, incluso para los creyentes (Ro. 14.10), si bien pueden hacerle frente sin temor (1 Jn. 4.17). Esperamos ser absueltos en el juicio final (Gá. 5.5), y recibir “la corona de justicia” (2 Ti. 4.8), sobre la base de la misma misericordia de Dios por medio de la cual ya hemos sido absueltos (2 Ti. 1.16). Pero, aun para el cristiano, las obras no dejan de tener su lugar (Mt. 7.1s, 21, 24–27; 25.31–46; Jn. 3.21; 2 Co. 5.10; Stg. 2.13), desde el momento que la justificación no abroga la necesidad de la obediencia, sino que precisamente la hace posible por primera vez.

La justificación es el fundamento, pero lo que los hombres edifican sobre ella queda expuesto a juicio (1 Co. 3.10–15): “Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego” (3.15).IX. EL infierno El destino final de los malos es el “infierno”, que es la traducción del gr. Gehenna, que viene del heb. geÆ-hinnoµm, “valle de Hinom”. Originalmente esto describía un valle en las afueras de Jerusalén, donde se ofrecían sacrificios de niños a Moloc (2 Cr. 28.3; 33.6). Se convirtió en símbolo de juicio en Jer. 7.31–33; 19.6s, y en la literatura intertestamentaria en término para el infierno de fuego escatológico.

En el NT el infierno aparece como un lugar de fuego inextinguible o eterno (Mr. 9.43, 48; Mt. 18.8; 25.30) y del gusano que no muere (Mr. 9.48), lugar de lloro y crujir de dientes (Mt. 8.12; 13.42, 50; 22.13; 25.30), las tinieblas de afuera (Mt. 8.12; 22.13; 25.30 cf. 2 P. 2.17; Jud. 13), y el lago de fuego y azufre (Ap. 19.20; 20.10, 14s; 21.8; cf.14.10). El libro de Apocalipsis lo considera como “la segunda muerte” (Ap. 2.11; 20.14; 21.8). Es el lugar donde se destruyen tanto el cuerpo como el alma (Mt. 10.28).

Los cuadros neotestamentarios del infierno son notablemente moderados en comparación con la apocalíptica judaica y con los escritos cristianos posteriores. Las imágenes usadas se derivan especialmente de Is. 66.24 (cf. Mr. 9.48) y Gn. 19.24, 28; Is. 34.9s (cf. Ap. 14.10s; tamb. Jud. 7; Ap. 19.3). Evidentemente no se deben tomar literalmente pero no obstante indican el terror y el carácter irrevocable de la condenación al infierno, que se describe menos metafóricamente como exclusión de la presencia de Cristo (Mt. 7.23; 25.41; 2 Ts. 1.9). Las imágenes de Ap. 14.10s; 20.10 (cf. 19.3) probablemente no deban ser usadas al extremo para probar la existencia del tormento eterno, pero el NT enseña claramente la destrucción eterna (2 Ts. 1.9) o el castigo (Mt. 25.46), de lo cual no puede haber liberación alguna.

El infierno es el destino de todos los poderes de maldad: Satanás (Ap. 20.10), los demonios (Mt. 8.29; 25.41), la bestia y el falso profeta (Ap. 19.20), la muerte y el Hades (Ap. 20.14). Es el destino de los hombres solamente porque se han identificado con el mal. Es importante notar que no existe ninguna simetría acerca de los dos destinos de los hombres: el reino de Dios ha sido preparado para los redimidos (Mt. 25.34), pero el infierno ha sido preparado para el diablo y sus ángeles (Mt. 25.41), y se convierte en destino de los hombres solamente porque han rechazado su verdadero destino, el que Dios les ofrece en Cristo. La doctrina neotestamentaria sobre el infierno, como toda la escatología del NT, no es nunca mera información; es la advertencia que se hace en el contexto del llamado del evangelio al arrepentimiento y la fe en Cristo.

La enseñanza del NT acerca del infierno no se puede reconciliar con un universalismo absoluto, la doctrina de la salvación final de todos los hombres. El elemento de verdad en esta doctrina es que Dios desea la salvación de todos los hombres (1 Ti. 2.4), y que entregó a su Hijo para la salvación del mundo (Jn. 3.16). Por consiguiente, la meta cósmica de la acción escatológica de Dios en Cristo puede describirse en términos universalistas (Ef. 1.10; Col. 1.20; Ap. 5.13). El error del universalismo dogmático es idéntico al de la doctrina simétrica de predestinación doble: que abstraen su doctrina escatológica del debido contexto neotestamentario en la proclamación del evangelio.

Privan al mensaje de su urgencia y su desafío escatológicos. El evangelio presenta a los hombres su verdadero destino en Cristo, y les advierte con toda seriedad en cuanto a la consecuencia de equivocar dicho destino.



X. El milenio

La interpretación del pasaje en Ap. 20.1–10, que describe un período de mil años (conocido como el “milenio”) en el cual Satanás es atado y los santos reinan con Cristo antes del juicio final, ha sido tema de desacuerdo entre los cristianos desde hace mucho tiempo. El “amilenarismo” considera el milenio como un símbolo de la era de la iglesia, y equipara la reclusión de Satanás con la obra de Cristo en el pasado (Mt. 12.29). El “posmilenarismo” lo considera como un futuro período de éxito para el evangelio en la historia antes de la venida de Cristo. El “premilenarismo” lo considera como un período entre la venida de Cristo y el juicio final. (El término “quiliasmo” también se usa para describir este enfoque, especialmente en formas que recalcan el aspecto materialista del milenio.) El “premilenarismo” puede subdividirse aun más. Existe lo que a veces se denomina “premilenarismohistórico”, que considera el milenio como una etapa más en la realización del reino de Cristo, una etapa intermedia entre la era de la iglesia y la que ha de venir. (A veces se interpreta que 1 Co. 15.23–28 apoya esta idea de tres etapas en el cumplimiento de la obra redentora de Cristo.) El “dispensacionalismo”, por otro lado, enseña que el milenio no es una etapa en la obra redentora universal y única de Dios en Cristo, sino específicamente un período en el cual las promesas veterotestamentarias a la nación de Israel han de cumplirse de un modo estrictamente literal.

Es preciso destacar que no hay otro pasaje de las Escrituras que con claridad se refiera al milenio.

Aplicar profecías del AT que se refieren a la era de la salvación específicamente al milenio contradice la interprertación general que de tales profecías hace el NT, que se consideran cumplidas en la salvación ya lograda por Cristo, y que han de completarse en la era venidera. Esta es, también, la forma en que interpreta el libro de Apocalipsis tales profecías en los capítulos 21s. En la estructura del Apocalipsis el milenio tiene un papel limitado, como demostración de la victoria final de Cristo y sus santos sobre los poderes del mal. El objeto principal de la esperanza cristiana no es el milenio sino la nueva creación de Ap. 21s.

Algunos escritos apocalípticos judíos esperan un reino preliminar del Mesías sobre esta tierra anterior a la era venidera, y es muy probable que Juan haya adaptado dicha esperanza. Existen fuertes razones exegéticas para considerar el milenio como la consecuencia de la venida de Cristo descripta en Ap. 19.11–21. Esto favorece al “premilenarismo histórico”, pero también es posible que la imagen del milenio se tome enforma demasiado literal cuando se lo considera como un período de tiempo preciso. Sea que se lo considere como un período de tiempo o como un símbolo amplio de lo que significa la venida de Cristo, el significado teológico del milenio es el mismo. Expresa la esperanza del triunfo final de Cristo sobre el mal, y la vindicación con él de su pueblo, los que han sufrido bajo la tiranía del mal en esta era presente.



XI. La nueva creación

La meta final de los propósitos de Dios para el mundo incluye, negativamente, la destrucción de todos los enemigos de Dios: Satanás, el pecado y la muerte, y la eliminación de toda forma de sufrimiento (Ap. 20.10, 14–15; 7.16s; 21.4; Is. 25.8; 27.1; Ro. 16.20; 1 Co. 15.26, 54). En lo positivo, el gobierno de Dios finalmente prevalecerá totalmente (Zac. 14.9; 1 Co. 15.24–28; Ap. 11.15), de manera que en Cristo serán reunidas todas las cosas (Ef. 1.10), y Dios será todo en todos (1 Co. 15.28).

Con la final obtención de la salvación humana vendrá también la liberación de toda la creación material de la parte que le cupo en la maldición del pecado (Ro. 8.19–23). La esperanza cristiana no consiste en ser redimido del mundo, sino en la redención del mundo. Como consecuencia del juicio (He. 12.26; 2 P. 3.10) surgirá un universo creado de nuevo (Ap. 21.1; cf. Is. 65.17; 66.22; Mt. 19.28), “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 P. 3.13). El destino de los redimidos es ser como Cristo (Ro. 8.29; 1 Co. 15.49; Fil. 3.21; 1 Jn. 3.2), estar con Cristo (Jn. 14.3; 2 Co. 5.8; Fil. 1.23; Col. 3.4; 1 Ts. 4.17), compartir su gloria (Ro. 8.18, 30; 2 Co. 3.18; 4.17; Col. 3.4; He. 2.10; 1 P. 5.1) y su reino (1 Ti. 2.12; Ap. 2.26s; 3.21; 4.10; 20.4, 6); ser hijos de Dios en perfecta comunión con él (Ap. 21.3, 7), adorar a Dios (Ap. 7.15; 22.3), ver a Dios (Mt. 5.8; Ap. 22.4), conocerle cara a cara (1 Co. 13.12). La fe, la esperanza, y especialmente el amor, son las características permanentes de la existencia cristiana que subsisten aun en la perfección de la era venidera (1 Co. 13.13), mientras que “justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” configuran cualidades igualmente permanentes del disfrute de Dios por parte del hombre (Ro. 14.17).La vida corporativa de los redimidos con Dios se describe en una serie de cuadros: el banquete escatológico (Mt. 8.11; Mr. 14.25; Lc. 14.15–24; 22.30) o la fiesta de bodas (Mt. 25.10; Ap. 19.9), el paraíso restaurado (Lc. 23.43; Ap. 2.7; 22.1s), la nueva Jerusalén (He. 12.22; Ap. 21). Todos estos no son más que cuadros, ya que “cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Co. 2.9).