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Revelación

I. El concepto de revelación

El vocablo "revelar", del latín revelo, se usa normalmente para traducir el hebreo gaµlaÆ y el griego apokalyptoµ (sustantivo, apokalypsis), que corresponde a gaµlaÆ en la LXX y en el NT. gaµlaÆ, apokalyptoµ y revelo expresan todos la misma idea: la de dar a conocer algo oculto, a fin de que pueda verse y conocerse por lo que es. De conformidad, cuando la Biblia habla de revelación, el pensamiento que se quiere expresar es el de Dios el Creador dando a conocer activamente a los hombres su poder y gloria, su naturaleza y carácter, su voluntad, su modo de proceder y sus planes—en pocas palabras, su propia persona—a fin de que puedan conocerlo. El léxico de la revelación, en ambos testamentos, es amplio, y abarca la idea de hacer claras las cosas oscuras, la de dar a conocer las cosas ocultas, la de mostrar señales, la de pronunciar palabras, y la de hacer que las personas a quienes se habla vean, oigan, perciban, entiendan, y conozcan. Ninguno de los vocablos veterotestamentarios es término específicamente teológico—todos ellos tienen su uso profano a la vez—pero en el NT apokalyptoµ y apokalypsis se usan únicamente en contextos teológicos, y el uso profano ordinario de los mismos no aparece, ni siquiera en circunstancias en que se lo podría esperar (2 Co. 3.13ss); esto sugiere que para los escritores neotestamentarios ambos términos poseían significación cuasi técnica.

Otros vocablos neotestamentarios que expresan la idea de revelación son fanerooµ, ‘manifestar, aclarar’; epifainoµ, ‘dar a conocer’ (sustantivo, epifaineia, ‘manifestación’); deiknuoµ, ‘mostrar’; exegemai, ‘desplegar, explicar, mediante narración’, Jn. 1.18; jreµmatioµ, ‘instruir, amonestar, advertir’ (usado en el griego secular para los oráculos divinos, sustantivo, jreµmatismos, ‘respuesta de Dios’, Ro. 11.4).

Desde la perspectiva de su contenido, la revelación divina es tanto indicativa como imperativa, y en ambos sentidos normativa. Las revelaciones de Dios se hacen siempre en el contexto de una demanda de confianza en lo que se revela, y de obediencia a lo que ella determina; vale decir una respuesta que el contenido de esa revelación determina y rige totalmente. En otras palabras, la revelación llega al hombre, no como información sin obligación, sino como regla obligatoria de fe y conducta. La vida del hombre debe gobernarse, no por antojos y fantasias personales, ni tratando de adivinar cosas divinas no reveladas, sino por una reverente aceptación de lo que Dios le haya dado a conocer, lo cual debe llevar a un cumplimiento cabal de todos los imperativos que evidencie contener la revelación (Dt. 29.29).

La revelación gira en torno a dos puntos centrales: (1) los propósitos de Dios; (2) la persona de Dios.

1. Por un lado, Dios informa al hombre acerca de sí mismo: quién es, lo que ha hecho, está haciendo, y va a hacer, y lo que quiere que haga él. Así, tomó a Noé, Abraham, y Moisés y les brindó confianza, contándoles lo que había pensado hacer, y cuál iba a ser el lugar de ellos en lo que había planeado (Gn. 6.13–21; 12.1ss; 15.13–21; 17.15–21; 18.17ss; Ex. 3.7–22). Además, dio a conocer a Israel las leyes y promesas de su pacto (Ex. 20–33, etc.; Dt. 4.13s; 28, etc.; Sal. 78.5ss; 147.19). Reveló sus intenciones a los profetas (Am. 3.7). Cristo habló a sus discípulos acerca de "todas las cosas que oí de mi Padre" (Jn. 15.15), y les prometió el Espíritu Santo para que completara la obra de instruirlos (Jn. 16.12ss). Dios reveló a Pablo el "misterio" de su propósito eterno en Cristo (Ef. 1.9ss; 3.3–11). Cristo le reveló a Juan "las cosas que deben suceder pronto" (Ap. 1.1). Desde este punto de vista, como revelación precisa emanada de Dios mismo, relativa a sus propósitos y su obra salvífica, Pablo llama al evangelio "la verdad", en contraste con el error y la falsedad (2 Ts. 2.11–13; 2 Ti. 2.18; etc.). De allí el uso de la frase "verdad revelada" en la teología cristiana para denotar lo que Dios ha dado a conocer a los hombres acerca de sí mismo.

2. Por otro lado, cuando Dios manda su palabra a los hombres, al mismo tiempo los enfrenta con su propia Persona. La Biblia no concibe la revelación como mera difusión de información, divinamente garantizada, sino como un acercamiento personal de Dios a los individuos, destinado a hacerse conocer por ellos (Gn. 35.7; Ex. 6.3; Nm. 12.6–8; Gá. 1.15s). Esta es la lección que se ha de aprender de las teofanías del NT (Ex. 3.2ss; 19.11–20; Ez. 1; etc.), y del lugar que representa el enigmático "ángel (mensajero) de Yahvéh", que resulta ser, tan evidentemente, manifestación de Yahvéh mismo (Gn. 16.10; Ex. 3.2ss; Jue. 13.9–23): la lección, vale decir, de que Dios no es sólo el autor y el tema de sus mensajes a los hombres, sino que es, también, su propio mensajero. Cuando el hombre se encuentra con la palabra de Dios, por casual y accidental que pueda parecer ese encuentro, Dios se encuentra con ese hombre, le dirige la palabra a él personalmente, y le exige una respuesta personal como Autor de ella.

Hablando en general, los primeros teólogos protestantes analizaban la revelación enteramente en función de la comunicación por parte de Dios de verdades relativas a sí mismo. Sabían, por supuesto, que Dios ordenó la historia bíblica, y que ahora ilumina a los hombres a fin de que acepten el mensaje bíblico, pero consideraban lo primero bajo el encabezamiento de providencia, y lo segundo bajo el encabezamiento de iluminación, y no relacionaban formalmente su concepto de revelación con ninguno de los dos. Su doctrina de la revelación giraba en torno a la Biblia; para ellos las Sagradas Escrituras constituían la verdad revelada confiada a la pluma, y la revelación la actividad divina que llevaba a su producción. Correlacionaban revelación con inspiración, definiendo la primera como la comunicación divina, a los escritores bíblicos, de verdades acerca de Dios mismo, que de otro modo resultaban inaccesibles, y la segunda como la capacitación necesaria para que pudieran escribir lo revelado con veracidad, según su voluntad. (Es evidente que esta formulación tiene sus raíces en el libro de Daniel: Dn. 2.19, 22, 28ss, 47; 7.1; 10.1; 12.4.)

Muchos teólogos modernos, por reacción contra esta perspectiva, debido a una supuesta necesidad de abandonar la noción de la Escritura como verdad revelada, hablan de la revelación como la acción por la cual Dios dirige la historia bíblica y hace que el individuo tome conciencia de su presencia, actividad, y pretensiones. El foco central de la doctrina de la revelación se desplaza así hacia la historia de la redención que registra la Biblia. Esto generalmente va aparejado a la afirmación de que no hay, hablando con propiedad, tal cosa como verdad comunicada ("revelación proposicional") por Dios; la revelación es esencialmente no verbal en carácter. Pero esto equivale a decir en efecto que el concepto bíblico de que Dios habla (el acto revelatorio más común y fundamental que le atribuye la Escritura) no es más que una metáfora que confunde; lo cual parece improbable. Sobre esta base, además, se sostiene que la Biblia no es, estrictamente hablando, revelación, sino respuesta humana a la revelación. Esto, sin embargo, parecería no ser bíblico, ya que el NT invariablemente cita afirmaciones veterotestamentarias—proféticas, poéticas, legales, históricas, admonitorias, y relativas a hechos—como autorizadas expresiones divinas (Mt. 19.4s; Hch. 4.25s; He. 1.5ss; 3.7ss; etc.). La perspectiva bíblica es la de que Dios se revela tanto mediante hechos como mediante palabras: primero ordenando la historia redentora, luego inspirando un registro explicativo escrito de esa historia a fin de que las generaciones posteriores pudiesen ser "sabias para la salvación" (2 Ti. 3.15ss; 1 Co. 10.11; Ro. 15.4), y finalmente iluminando a los hombres de todas las edades para que puedan discernir la significación de la revelación así entregada y registrada, y reconocer su autoridad (Mt. 16.17; 2 Co. 4.6). Así, al destacar positivamente los dos conjuntos de ideas que se contrastan arriba resultan complementarios antes que contradictorios; deben combinarse ambos a fin de cubrir todo el campo del concepto bíblico de la revelación.



II. Necesidad de la revelación

La Biblia da por sentado en todo momento que Dios tiene que darse a conocer antes que los hombres puedan conocerlo. La idea aristotélica de un Dios inactivo a quien el hombre puede descubrir mediante el razonamiento es totalmente antibíblica. Hace falta la iniciativa revelatoria, primero, porque Dios es trascendente. Está tan lejos del hombre en su modo de ser que el hombre no puede verlo (Jn. 1.18; 1 Ti. 6.16; Ex. 33.20), ni descubrirlo escudriñando (Job 11.7; 23.3–9), ni leer sus pensamientos mediante hábiles conjeturas (Is. 55.8s). Aun si el hombre no hubiera pecado, por lo tanto, no hubiera conocido a Dios sin la revelación. De hecho, vemos que Dios le habla al Adán no caído en el Edén (Gn. 2.16). Hay, sin embargo, una segunda razón que hace que el conocimiento de Dios por parte del hombre deba depender de la iniciativa revelatoria divina. El hombre es pecador. Su poder de percepción en el reino de lo divino se ha embotado tanto por influencia de Satanás (2 Co. 4.4) y el pecado (1 Co. 2.14), y su mente está tan ocupada con su propia y fantasiosa "sabiduría", que se desenvuelve en sentido contrario al verdadero conocimiento de Dios (Ro. 1.21ss; 1 Co. 1.21), que con sus facultades naturales no puede aprehender a Dios, cualquiera sea la forma en que le sea presentado. En efecto, según Pablo, Dios se presenta constantemente a sí mismo a todos los hombres por medio de sus obras de creación y providencia (Ro. 1.19ss; Hch. 14.17; Sal. 19.1ss), y por la acción espontánea de la conciencia natural (Ro. 2.12–15; 1.32); y sin embargo no es reconocido ni conocido. La presión de esta constante autorrevelación de parte de Dios produce idolatría, por cuanto en su perversidad la mente caída procura apagar la luz, transformándola en oscuridad (Ro. 1.23ss; Jn. 1.5), pero no lleva al conocimiento de Dios, ni a la santidad de vida. La "revelación general" (como se la suele llamar) de su eternidad, su poder, y su gloria (Ro. 1.20; Sal. 19.1), de su bondad para con los hombres (Hch. 14.17), de su ley moral (Ro. 2.12ss), de su demanda de culto y obediencia (Ro. 1.21), y de su ira para con el pecado (Ro. 1.18, 32), sirve, por lo tanto, sólo para que el hombre "no tenga excusa" por toda su "impiedad e injusticia" (Ro. 1.18–20).

Esto demuestra que la necesidad que tiene el hombre caído de la revelación va mas allá de la de Adán en dos sentidos. Primero, necesita una revelación de Dios como redentor y restaurador, alguien que evidencie misericordia para con los pecadores. La revelación de Dios a través de la creación y la conciencia habla de ley y juicio (Ro. 2.14s; 1.32), pero no de perdón. Segundo, suponiendo que Dios otorgue esa revelación (la Biblia es toda ella una larga proclamación de lo que hace), el hombre caído todavía necesita iluminación espiritual antes de que pueda entenderla; de otro modo la ha de pervertir, así como ha pervertido la revelación natural. Los judíos recibieron revelación de la misericordia divina en el AT, que los orientaba hacia Cristo, pero sobre el corazón de la mayoría de ellos había un velo que les impedía entenderla (2 Co. 3.14ss), y por esto fueron víctimas de un entendimiento legalista y erróneo de ella (Ro. 9.31–10.4). Hasta Pablo, que lllama la atención a estos hechos, había él mismo conocido el evangelio cristiano antes de su conversión, y había tratado de eliminarla; sólo cuando "agrado a Dios … revelar a su Hijo en mí"—en, o sea dentro de él, iluminándolo interiormente—la reconoció como palabra de Dios. Ocasionalmente se hace alusión en el AT (Sal. 119.12, 27, etc.; Jer. 31.33ss) a la necesidad de la iluminación divina para que le sea revelada al individuo la realidad, la autoridad, y el significado de la revelación dada objetivamente, y para que conforme a ella su vida; en el NT Pablo es quien la destaca más, como también lo hace la enseñanza de Cristo (Mt. 11.25; 13.11–17; Jn. 3.3ss; 6.44s, 63ss; 8.43–47; 10.26ss; 12.37ss).



III. Contenido de la revelación

a. Antiguo Testamento

El marco y fundamento de la perspectiva religiosa de Israel lo constituía la concertación del pacto que Dios anunció entre él mismo y la simiente de Abraham (Gn. 17.1ss). Un pacto es una relación de promesa y obligación conjunta que se define entre dos partes. Este pacto fue una imposición de tipo monárquico mediante el cual Dios se comprometió ante el clan de Abraham a ser su Dios, autorizándolo por ello a invocarlo como nuestro Dios y mi Dios.

El hecho de que Dios diera a conocer su nombre (Yahvéh) a Israel (Ex. 3.11–15; 6.2ss) daba testimonio de esa relación. El "nombre" representa todo lo que es la persona que lo lleva, y el que Dios le dijera su nombre a los israelitas era señal de que, con todo lo que él representaba, con todo su poder y gloria, se estaba obligando a sí mismo para bien de ellos. El objetivo de su relación con Israel era el perfeccionamiento de la relación misma: es decir, el que Dios bendijera la simiente de Abraham con la plenitud de sus dones, y que la simiente de Abraham bendijese en forma perfecta a Dios mediante adoración y obediencia perfectas. Por ello Dios siguió revelándose a la comunidad del pacto mediante las palabras de la ley y la promesa, y mediante sus hechos redentores como Señor de la historia para la realización de la escatología que se desprende del pacto.

Dios hizo más explícito el carácter monárquico de su pacto en Sinaí, donde, habiendo demostrado dramáticamente su poder salvador en el éxodo de Egipto, fue formalmente reconocido como Soberano de Israel (Ex. 19.3–8; Dt. 33.4s), y por boca de Moisés, profeta arquetípico (Dt. 18.15), promulgó las leyes del pacto, dejando en claro que el disfrute de las bendiciones del mismo estaban condicionadas a la obediencia a ellas (Ex. 19.5; Lv. 26.3ss; Dt. 28). Dichas leyes fueron escritas, el Decálogo en primera instancia por Dios mismo (Ex. 24.12; 31.18; 32.15s), el código completo finalmente por Moisés, en realidad como amanuense de Dios (Ex. 34.27s; Dt. 31.9ss, 24ss; Ex. 24.7). Es de notar que Dios, hablando más tarde por boca de Oseas, se expresó como si la tarea de escribir toda la ley hubiese sido su propia obra, aunque la tradición aceptaba unánimemente que lo había hecho Moisés (Os. 8.12); he aquí algunas de las raíces del concepto de la inspiración bíblica. La ley, una vez escrita, fue considerada como la revelación definitiva y permanentemente válida de la voluntad de Dios para la vida de su pueblo, y a los sacerdotes se les asignó la responsabilidad permanente de enseñarla (Dt. 31.9ss; Neh. 8.1ss; Hag. 2.11s; Mal. 2.7s).

Dios prohibió a los israelitas practicar la brujería la adivinación para la guía diaria, cosa que hacían los cananeos (Dt. 18.9ss); habían de pedírsela únicamente a él (Is. 8.19). Él les prometió una sucesión de profetas, hombres en cuyos labios pondría sus propias palabras (Dt. 18.18; Jer. 1.9; 5.14; Ez. 2.7–3.11; Nm. 22.35, 38; 23.5), para darle a su pueblo la dirección periódica que pudiera necesitar (Dt. 18.15ss). Los profetas de Israel cumplieron un ministerio vital. Los grandes profetas, por mandato de Yahvéh, hablaban las palabras de Dios e interpretaban su pensamiento para los reyes y la nación; exponían y aplicaban su ley, urgiendo arrepentimiento y amenazando juicio en su nombre, y declaraban lo que él haría, tanto a modo de juicio como también en el cumplimiento de la escatología pactual, instaurando su reino una vez cumplido el juicio. Los profetas también pueden haber cumplido funciones cúlticas como videntes, como hombres que podían contestar de parte de Dios a las personas que hacían preguntas individuales sobre cómo debían proceder, como también acerca del futuro (1 S. 9.6ss; 28.6–20; 1 R. 22.5ss). Otro medio de orientación en la época preexílica lo constituía la suerte sagrada, Urim y Turnim, manejada por los sacerdotes (Dt. 33.8ss; 1 S. 14.36–42; 28.6). Guía divina para la vida en sentido más general podía obtenerse también de las máximas de los "sabios", cuya sabiduría se consideraba emanada de Dios (Pr. 1.20; 8).

Además de estas disposiciones para la comunicación verbal o cuasi verbal de Dios, Israel conoció ciertas manifestaciones teofánicas y experimentales que indicaban la proximidad de Dios: la "gloria" (Ex. 16.10; 40.34; Nm. 16.19; 1 R. 8.10s; Ez. 1); la tormenta eléctrica (Sal. 18.6–15; 29); la visión de su "rostro" y la gozosa conciencia de su "presencia", a la que aspiraban los adoradores fieles (Sal. 11.7; 16.11; 17.15; 51.11s).

Los aspectos más destacados de la revelación divina veterotestamentaria se refieren a:
(a) la unicidad de Dios, como Hacedor y Gobernador de todas las cosas;
(b) su santidad, es decir la conjunción de sobrecogedoras características que lo colocan aparte de los hombres: majestad, grandeza, y fortaleza, por un lado, y pureza, amor a la justicia, y odio al mal obrar, por otro;
(c) su fidelidad al pacto, su paciencia y misericordia, y la lealtad a sus propios propósitos de gracia para con el pueblo del pacto.

b. Nuevo Testamento

En el NT Cristo y los apóstoles son órganos de la nueva revelación, correspondientes a Moisés y los profetas del AT. El cumplimiento de la escatología del pacto veterotestamentario se da en el reino de Cristo, y en la esperanza cristiana de gloria. El Dios único del AT se revela como trino, por la venida de Cristo primero y del Espíritu luego, y por la revelación del propósito redentor divino como algo para lo cual las tres personas de la deidad obran en conjunto (Ef. 1.3–14; Ro. 8). Dos acontecimientos que harán que el plan divino relacionado con la historia humana llegue a su culminación se mencionan como actos de revelación que todavía tienen que producirse (la aparición del anticristo, 2 Ts. 2.3, 6, 8, y de Cristo, 1 Co. 1.7; 2 Ts. 1.7–10; 1 P. 1.7, 13). El NT afirma que la revelación del AT se ha visto aumentada en dos sentidos principales.

(i) La revelación de Dios en Cristo. El NT proclama que "Dios … en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo" (He. 1.1s). Esta es la revelación culminante y final de Dios, su última palabra al hombre. Por medio de sus palabras y sus obras, y por medio del carácter total de su vida y ministerio, Jesucristo reveló perfectamente a Dios (Jn. 1.18; 14.7–11). Su vida personal fue una revelación perfecta del carácter de Dios; porque el Hijo es la imagen de Dios (2 Co. 4.4; Col. 1.15; He. 1.3), su logos ("palabra", considerada como expresión de su pensamiento, Jn. 1.1ss), en el cual, como encarnado, habitó toda la plenitud de la divinidad (Col. 1.19; 2.9). Igualmente, su obra mesiánica reveló perfectamente los propósitos salvíficos de Dios; porque Cristo es sabiduría de Dios (1 Co. 1.24), por el cual, como Mediador (1 Ti. 2.5), se llevan a cabo todos los propósitos salvíficos de Dios y se puede encontrar toda la sabiduría que el hombre necesita para su salvación (Col. 2.3; 1 Co. 1.30; 2.6s). La revelación del Padre por el Hijo, a quien los judíos condenaron como impostor y blasfemo por declararse Hijo de Dios, es uno de los temas principales del Evangelio de Juan.

(ii) La revelación del plan de Dios mediante Cristo. Pablo declara que el "misterio" (secreto) de la "buena voluntad" de Dios para la salvación de la iglesia y la restauración del cosmos por medio de Cristo ha sido revelada ahora, luego de haber sido mantenida oculta hasta el momento de la encarnación (Ro. 16.25s; 1 Co. 2.7–10; Ef. 1.9ss; 3.3–11; Col. 1.19ss). Pablo muestra que esta revelación elimina la antigua pared divisoria entre judío y gentil (Ro. 3.29ss; 9–11; Gá. 2.15–3.29; Ef. 2.11–3.6); en forma semejante, el escritor de la carta a los Hebreos muestra la forma en que anula el antiguo culto judaico sacerdotal y de sacrificios (He. 7–10).



IV. El carácter de la revelación

Está claro por lo que antecede que la Biblia concibe la revelación como comunicación verbal primeramente y fundamentalmente: la toÆraÆ (‘enseñanza, introducción, ley’), o los dƒb_aµrim (‘palabras’), de Dios en el AT, y su logos o rheµma, ‘palabra, dicho’, en el NT. El pensamiento de Dios como se revela en sus acciones es secundario, y para su validez depende de la presuposición de la revelación verbal. Porque el hombre puede "saber que él es Yahvéh" al observar sus obras en la historia solamente si habla para aclarar que son obras suyas, y para explicar lo que significan. Igualmente, los hombres nunca hubieran podido adivinar o deducir quién era y qué era Jesús de Nazaret, si no mediaban las declaraciones de Dios acerca de él en el AT, y el propio testimonio que de sí mismo ofreció Jesús (Jn. 5.37–39; 8.13–18).