El AT destaca la importancia y el carácter de la lluvia mediante el uso de diversos términos. La voz general es maµt\aµr, a veces en combinación con gesûem, aguacero violento (1 R. 18.41; Esd. 10.9, 13), para sugerir lluvias torrenciales (Zac. 10.1; Job 37.6); zerem, tempestad (Is. 25.4; 28.2; 32.2; Hab. 3.10; Job 24.8), a veces acompañada de granizo (Is. 28.2; 30.30). Contrastan con los anteriores los rƒbéÆb_éÆm, ‘chaparrones’ (Dt. 32.2; Sal. 65.10; Jer. 3.3; 14.22, Mi. 5.7) y rƒséÆséÆm, ‘rocío’ (Cnt. 5.2). Las lluvias de estación, yoÆreh y moÆreh, ‘lluvias tempranas’, y malqoÆsû, ‘lluvias tardías’, hacen referencia al comienzo y la terminación de la estación lluviosa (Dt. 11.14; Job 29.23; Os. 6.3; Jl. 2.23; Zac. 10.1s; Stg. 5.7).
Con frecuencia el término maµt\aµr indica que esta fuente de bendición para el hombre proviene de Dios mismo, desde los cielos. Los baales se relacionaban primitivamente con los manantiales, los pozos y los arroyos, pero Yahvéh era el dador de las lluvias (Jer. 14.22), porque "¿hay entre los ídolos de las naciones quien haga llover?" Elías vindicó este desafío ante los sacerdotes de Baal (1 R. 18.17–40). Es así que se invoca al cielo para conseguir lluvia (Sal. 72.6), y se comparan sus bendiciones con los dispositivos mecánicos del shaduf egipcio que se utilizaba para sacar agua del Nilo (Dt. 11.11). El hebreo sûet\ef, ‘lluvia torrencial’, ‘inundación’ (Sal. 32.6; Pr. 27.4; Dn. 9.26; 11.22; Nah. 1.3), se utiliza en el plural en Job 38.25 para significar canales de irrigación (normalmente peleg÷, como en Sal. 1.3; 119.136; Pr. 5.16; 21.1; Is. 30.25; 32.2; Lm. 3.48), como si se equiparara un gran aguacero con un canal de agua que se vierte desde el estanque celestial ("el peleg÷ de Dios", Sal. 65.9; también Gn. 7.11, donde se abren las <‡rubboÆt_ o ‘esclusas’ del cielo). La lluvia suave o el rocío (t\al) se relacionan con dones benéficos (Dt. 33.13). Es la primera de las bendiciones prometidas a la tierra de Jacob (Gn. 27.28) y a Israel (Dt. 28.12). Se compara la caída de la lluvia con las bendiciones del reino (Sal. 72.6–7). En contraste, se equipara la presencia de nubes y viento sin lluvia con "el hombre que se jacta de falsa liberalidad" (Pr. 25.14).
Las lluvias de Palestina se identifican tan estrechamente con la estación fresca que la voz áramea sûitaµ' se refiere tanto al invierno como a la lluvia. Podemos ver el mismo sentido en Cnt. 2.11: "Porque he aquí ha pasado el invierno, se ha mudado, la lluvia se fue." Igualmente la estación estival supere el período caluroso y seco, por ejemplo: "Se volvió mi verdor en sequedades de verano" (Sal. 32.4). Durante el período preliminar comprendido entre mediados de septiembre y mechados de octubre el aire húmedo marino que choca contra el aire muy caliente que proviene de la superficie terrestre produce tormentas de truenos y la distribución irregular de las lluvias, lo que se describe gráficamente en Am. 4.7: "E hice llover sobre una ciudad, y sobre otra ciudad no hice llover; sobre una parte llovió, y la parte sobre la cual no llovió, se secó." Las lluvias efectivas comienzan normalmente a mediados o fines de octubre, pero pueden demorarse hasta enero. Las "lluvias tempranas", tan esperadas, hacen descender la temperatura, de modo que se eliminan las corrientes conveccionales y la atmósfera húmeda produce un brillo en el cielo, que Eliú describe así: "Mas ahora ya no se puede mirar la luz esplendente en los cielos, luego que pasa el viento y los limpia" (Job 37.21). La estación fresca y lluviosa representa el cuadro pastoril que describe el salmista (Sal. 65.12–13). Entre abril y principios de mayo, la expresión "las lluvias tardías" describe los últimos chaparrones a finales de la estación lluviosa (Am. 4.7).
Los especialistas modernos concuerdan en que no se ha producido ningún cambio climático dentro de los tiempos históricos. Esto no quiere decir que no se hayan producido fluctuaciones de menor importancia en el clima, sino que no han sido lo suficientemente grandes como para influir materialmente sobre las civilizaciones. Las sequías prolongadas, como las que vemos en 1 R. 17.7; Jer. 17.8; Jl. 1.10–12, 17–20, indican sus desastrosos efectos, especialmente cuando no hay rocío que compense la falta de lluvias (2 S. 1.21; 1 R. 17.1; Hag. 1.10).