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Libertad

El concepto bíblico de la libertad tiene como trasfondo la idea de la prisión o la esclavitud. Los gobernantes encarcelaban a aquellos que consideraban que obraban mal (Gn. 39.20); una nación conquistada podía ser esclavizada por su conquistador; del mismo modo un prisionero de guerra podía serlo por quien lo capturaba; o también un individuo, como en el caso de José, podía ser vendido como esclavo. Cuando la Biblia habla de la libertad siempre está implícita la idea de la esclavitud o prisión previas. Libertad significa el feliz estado de haber sido liberado de la servidumbre para una vida de gozo y satisfacción qué anteriormente no era posible. La idea de libertad aparece en las Escrituras en su aplicación secular común (por ejemplo Sal. 105.20; Hch. 26.32); pero también recibe un importante aporte teológico que surgió de la comprensión, por parte de Israel, de que esa libertad que disfrutaba al haberse librado del yugo extranjero era un don que le había dado Dios. En el NT la libertad se convierte en un importante concepto teológico para describir la salvación.



I. La libertad de Israel

En el éxodo Dios liberó a Israel de la esclavitud en Egipto a fin de que a partir de ese momento la nación pudiera servirlo como el pueblo de su acto (Ex. 19.3ss; 20.11ss; Lv. 25.55; Is. 43.21). llevó a la tierra en "que fluye leche y miel" (Ex. 3.8; Nm. 14.7ss; Dt. 8.7ss), la estableció allí, y se ocupó de mantenerla con independencia política y prosperidad económica mientras se apartara de la idolatría y cumpliera sus leyes (Dt. 28.1–14). Esto quiere decir que la libertad de Israel no dependía de sus propios esfuerzos políticos o militares, sino de la calidad de su obediencia a Dios. Su libertad era una bendición sobrenatural, el don de gracia de Yahvéh para su propio pueblo del pacto; era inmerecido y, aparte de él, inalcanzable en primer lugar, y ahora solamente mantenida por su continuado favor. La desobediencia, ya sea como impiedad religiosa o injusticia social, traería como consecuencia la pérdida de la libertad. Dios habría de juzgar a su pueblo por medio de desastres nacionales y esclavitud (Dt. 28.25, 47ss; Jue. 2.14ss; 3.7ss, 12ss; 4.1ss; 6.1ss); habría de levantar potencias hostiles contra él, y finalmente la haría deportar a una tierra en la que no podría esperar expresiones de su favor (Dt. 28.64ss; Am. 5; 2 R. 17.6–23; cf. Sal. 137.1–4).

La estructura del concepto teológico de la libertad resulta plenamente evidente aquí. La libertad, tal como la concibe el AT, significa, por un lado, la liberación ante fuerzas creadas que pretenden evitar que los hombres sirvan a su Creador y lo disfruten, y, por otro lado, la positiva felicidad de vivir en comunión con Dios, bajo su pacto, en el lugar que le plazca manifestarse y bendecir. La libertad es libertad de la esclavitud de los poderes que se oponen a Dios para el cumplimiento de sus demandas sobre nuestra vida. La libertad no es logro del hombre mismo, sino don gratuito de la gracia, algo que, aparte de la acción de Dios, el hombre no puede alcanzar de ninguna manera. En su continuidad, la libertad es una bendición del pacto, algo que Dios ha prometido mantener mientras su pueblo se mantenga fiel. La libertad no significa independencia de Dios, sino que es precisamente en el servicio de Dios que el hombre encuentra su perfecta libertad. El hombre puede disfrutar de l a liberación de la esclavitud a lo creado solamente haciéndose esclavo de su Creador. Es así que la manera en que Dios libera a los hombres de quienes los mantienen cautivos, como también de sus enemigos, es haciéndolos esclavos suyos. Los libera acercándolos a sí mismo (Ex. 19.4).

Las profecías de Isaías sobre la liberación del cautiverio y la restauración de Jerusalén, añadieron contenido religioso a la idea de la libertad, al recalcar el hecho de que dichos acontecimientos precederían a una nueva experiencia, sin precedentes, de comunión gozosa y plena con el benevolente Dios de Israel (Is. 35.3–10; 43.14–44.5; 45.14–17; 49.8–50.3; 51.17–52.12; 54; 61.1ss, etc.; Ez. 36.16–36; 37.15–28).

Como todos los miembros de la nación liberada eran, como tales, siervos de Dios (Lv. 25.42, 55), los israelitas que, acuciados por la pobreza, se vendían para servicios domésticos no debían ser tratados como los esclavos extranjeros, como mera propiedad, en posesión hereditaria de sus amos (Lv. 25.44ss). Debían ser liberados cada séptimo año (a menos que hubieran elegido voluntariamente hacer permanente su servicio) en memoria de la liberación de Israel de la esclavitud egipcia por parte de Dios (Dt. 15.12ss). Cada cincuenta años, además de la liberación de los servicios israelitas, también debía volver a su propietario hereditario la tierra enajenada (Lv. 25.10). Jeremías denunció al pueblo en razón de que, habiendo de esa manera "proclamado la libertad" para los siervos hebreos, renegaron de la promesa (Jer. 34.8–17).



II. La libertad cristiana

El desarrollo pleno de la idea de libertad aparece en los evangelios y en las epístolas de Pablo, en los que se revela que los enemigos de quienes Dios libera a su pueblo por medio de Cristo son el pecado, Satanás, la ley, y la muerte.

El ministerio público de Cristo fue de liberación. Él mismo lo inició proclamándose como el cumplimiento de Is. 61.1: "… me ha ungido … (para) pregonar libertad a Ios cautivos" (Lc. 4.16ss). Cristo ignoró los deseos de los zelotes de lograr una liberación nacional de Roma, y declaró que había venido a liberar a los israelitas del estado de esclavitud al pecado y a Satanás en que los había encontrado (Jn. 8.34–36, 41–44). Había venido, dijo, a derrotar al "príncipe de este mundo", al "hombre fuerte", y a liberar a sus prisioneros (Jn. 12.31s; Mr. 3.27; Lc. 10.17s). Los exorcismos (Mr. 3.22ss) y las curaciones (Lc. 13.16) formaban parte de esta obra de liberación. Cristo apeló a estos hechos (Lc. 11.20; cf. Mt. 12.28) como prueba positiva de la llegada del reino de Dios a los hombres (es decir el prometido estado escatológico en que los hombres recibirían realmente el perdón de Dios y la salvación, y serían efectivamente sometidos a su voluntad).

Pablo acuerda considerable importancia al pensamiento de que Cristo libera a los creyentes, aquí y ahora, de las influencias destructivas que anteriormente los esclavizaban: del pecado, ese amo tiránico cuya paga por los servicios prestados es la muerte (Ro. 6.18–23); de la ley como sistema de salvación, que ponía de manifiesto el pecado y le daba su fuerza (Gá. 4.21ss; 5.1; Ro. 6.14; 7.5–13; 8.2; 1 Co. 15.56); del demoníaco "poder de las tinieblas" (1 Co. 1.13) ; de la superstición politeísta (1 Co. 10.29; Gá. 4.8); y de la carga del ceremonialismo judío (Gá. 2.4). A todo esto, afirma Pablo, se añadirá en su momento (Ro. 8.18–21) la libertad del remanente parcial de esclavitud al pecado que mora en nosotros (Ro. 7.14, 23), y de la decadencia física y la muerte.

Esta libertad, en todos sus aspectos, es un don de Cristo, quien por su muerte redimió a su pueblo de la esclavitud (1 Co. 6.20; 7.22s). (Puede haber aquí una alusión a la ficción legal por la cual las deidades griegas "compraban" esclavos para su manumisión.) La libertad presente de los efectos de la ley, y de las garras del pecado y la muerte, se hace efectiva en los creyentes por el Espíritu que los une en Cristo por la fe (Ro. 8.2; 2 Co. 3.17). La liberación trae aparejada la adopción (Ga. 4.5); los que son liberados de culpabilidad se convierten en hijos de Dios, y reciben el Espíritu de Cristo como Espíritu de adopción, que les asegura que realmente son hijos y herederos de Dios (Gá. 4.6s; Ro. 8.15s).

La respuesta del hombre al don divino de la libertad (eleutheria), y por cierto el modo mismo de recibirla, es una libre aceptación de la esclavitud (douleia) a Dios (Ro. 6.17–22), a Cristo (1 Co. 7.22), a la justicia (Ro. 6.18), y a todos los hombres por amor al evangelio (1 Co. 9.19–23) y al Salvador (2 Co. 4.5). La libertad cristiana no equivale a una abolición de la responsabilidad, ni a una sanción de la licencia. El cristiano ya no se encuentra "bajo la ley" (Ro. 6.14) para la salvación, pero esto no quiere decir que esté "sin ley de Dios" (1 Co. 9.21). La ley divina, en la forma que la interpretó y ejemplificó Cristo mismo, permanece como modelo de la voluntad de Cristo para los que él mismo liberó (1 Co. 7.22). En consecuencia, los cristianos están "bajo la ley de Cristo" (1 Co. 9.21). La "ley de Cristo" (Gá. 6.2)—"ley de la libertad", según Santiago (Stg. 1.25; 2.12)—es la ley del amor (Gá. 5.13s; cf. Mr. 12.28ss; Jn. 13.34), el principio del sacrificio personal voluntario y sin reservas por el bien de los hombres (1 Co. 9.1–23; 10.23–33) y la gloria de Dios (1 Co. 10.31). Esta vida de amor es la respuesta de gratitud que el evangelio liberador exige y evoca. La libertad cristiana es precisamente libertad para el amor y el servicio a Dios y los hombres, y por lo tanto se abusa de ella cuando se convierte en excusa para la licencia sin amor (Gá. 5.13; 1 P. 2.16; 2 P. 2.19), o la desconsideración irresponsable (1 Co. 8.9–12).

Pablo escribió su Epístola a los Gálatas para contrarrestar la amenaza a la libertad cristiana representada por la teología judaizante. La cuestión básica, según él, era la suficiencia de Cristo para la salvación, independientemente de todas las obras de la ley. Los judaizantes sostenían que los gentiles que habían puesto su fe en Cristo debían, además, hacerse circuncidar para ser salvos. Pablo argumentaba que si así fuera, por el mismo razonamiento también tendrían que guardar toda la ley de Moisés para ser salvos; pero esto equivaldría a buscar la justificación por medio de la ley, lo que significaría en realidad apartarse de la gracia y de Cristo (Gá. 5.2–4). Pablo afirmaba que el cristiano, tanto gentil como judío, está libre de toda necesidad de llevar a cabo obras de la ley para ser aceptado, porque como creyente en Cristo ya está plenamente aceptado (Gá. 3.28s); la prueba de ello es el don del Espíritu que mora en él (Gá. 3.2s, 14; 4.6; 5.18). No hay razón para que el creyente gentil tenga que recargarse con ceremonias mosaicas (circuncisión, calendario festivo [Gá. 4.10], etc.), que de todos modos pertenecen a la era precristiana. La obra redentora de Cristo ya lo ha liberado completamente de la necesidad de buscar la salvación por medio de la ley (Gá. 3.13; 4.5; 5.1) Su tarea es ahora, primero, la de proteger esa libertad recibida de Dios contra todos los que puedan decirle que la fe sola en Cristo no es suficiente para salvarlo (Gá. 5.1) y, segundo, darle a su libertad el mejor de los usos, dejando que el Espíritu lo guíe a un cumplimiento responsable de la ley del amor (Gá. 5.13ss).

En otra de sus cartas Pablo expone un punto similar. El cristiano está libre de la necesidad de trabajar para su salvación, y no está sujeto ni al ceremonialismo judío ni a la superstición y los tabúes de los paganos. Hay una amplia esfera de cosas sin importancia en la que "todas las cosas me son lícitas" (1 Co. 6.12; 10.23). En esta esfera el cristiano debe utilizar su libertad responsablemente, mirando siempre hacia lo que es expeditivo y edificante, y con gran consideración para con la conciencia del hermano más débil (1 Co. 8–10; Ro. 14.1–15.7).



III. El "libre albedrío"

El debate histórico sobre si los hombres caídos tienen "libre albedrío" sólo está indirectamente relacionado con el concepto bíblico de libertad. Debemos hacer las distinciones necesarias a fin de indicar las cuestiones que se han de tener en cuenta.

1. Si se toma moralmente y psicológicamente la frase "libre albedrío", con el significado de poder de elección sin restricciones, espontánea y voluntaria, y en consecuencia responsable, la Biblia en todas partes supone que todos los hombres, como tales, lo poseen, tanto los regenerados como los no regenerados.

2. Si se toma la frase en sentido metafísico, como indicación de que las acciones futuras de los hombres son indeterminadas, y por lo tanto, en principio, impredecibles, la Biblia parecería no afirmar ni negar una indeterminacion en cuanto a las acciones futuras en relación con la constitución moral o física del agente mismo, pero sí parece dar a entender que ningún acontecimiento futuro es indeterminado con respecto a Dios, porque él todo lo sabe con antelación, y en cierto sentido lo ordena todo de antemano.

3. Si se toma la frase teológicamente, como si denotara una habilidad natural del hombre no regenerado para llevar a cabo actos que son indudablemente buenos a los ojos de Dios, o para responder a la invitación del evangelio, pasajes cono Ro. 8.5–8; Ef. 2.1–10; Jn. 6.44 parecen indicar que ningún hombre tiene la libertad de obedecer y tener fe mientras no sea liberado del dominio del pecado por la gracia preventiva. Todas sus elecciones voluntarias son, en un sentido u otro, actos de servidumbre al pecado, hasta que la gracia rompe el poder del pecado y lo lleva a obedecer el evangelio (Ro. 6.17–22).